Paradójicamente, mientras las diez monarquías europeas que actualmente existen son democracias, en América Latina los presidentes de varias repúblicas son monárquicos. Detentan de hecho poderes absolutos o casi absolutos. La separación de los poderes del Estado, es una simple ficción jurídica. En países como Cuba, Venezuela y Nicaragua —donde existe de hecho la reelección presidencial indefinida— las presidencias son vitalicias y hasta pueden ser hereditarias. Fidel “abdicó la presidencia” en Raúl Castro. El rey Juan Carlos abdicó su reinado, en Felipe. El reino de España es un país democrático. La república de Cuba no lo es.
La derrota en Europa del absolutismo monárquico fue un largo proceso histórico, que se inició en Inglaterra con la Carta Magna y sobre todo con la denominada revolución gloriosa de 1688 que limitó los poderes de la monarquía y fortaleció el parlamento. En Francia el absolutismo monárquico —cuyo máximo exponente fue Luis XIV quien dijo “El Estado soy yo”— fue derrotado por la ilustración y por la revolución francesa aunque esta última contradictoriamente produjo temporalmente el Bonapartismo. Como resultado final en el caso europeo, en las diez monarquías constitucionales los “reyes reinan pero no gobiernan”, actúan más que todo como figuras decorativas. Existe en esos países una real independencia de los poderes del Estado y respeto a los derechos individuales.
Lo contrario se observa en varios países latinoamericanos. A comienzos de la década de 1990 en América Latina solo en Cuba existía la reelección sucesiva indefinida. El mal ejemplo se extendió, en mayor o menor grado, sobre todo a los países del Alba. El disfraz ideológico —de un supuesto socialismo— está desembocando de hecho en presidencias vitalicias o monarquías de facto. Como dijera Simón Bolívar en su discurso en Angostura: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”.
La reelección sucesiva ha sido un problema grave en nuestra historia. El general Zelaya para reelegirse hizo reformar en 1905 la Constitución de 1893 —denominada La Libérrima— que prohibía la reelección. La nueva constitución de 1905 — llamada La Autocrática— le permitió la reelección en 1906. Ello generó la guerra civil y Zelaya —por medio de la nota Knox— terminó en el exilio. Somoza García también hizo reformar en 1955 la Constitución de 1939 —que también prohibía la reelección— e hizo también eliminar la prohibición de sucesión por parientes, lo que permitió —a su muerte en 1956— el ascenso a la presidencia de Luis Somoza Debayle. Con ello se originó la dinastía. Curiosamente, Luis Somoza —quizás por un “remordimiento democrático”—, hizo restablecer —por el Decreto Legislativo No. 438 de 1958— la prohibición de reelección y René Schick fue electo presidente en 1963. Luis Somoza no intentó reelegirse en 1963.
Es importante destacar que los Somoza, aunque utilizaron reformas constitucionales para permanecer en el poder, no se atrevieron a eliminar permanentemente en la Constitución la prohibición de reelección sucesiva indefinida —lo que si se hizo con la reforma constitucional del 2014—. La Constitución de 1939 en su artículo 204 señalaba que “se prohibía la reelección del Presidente para el siguiente período”. La de 1957 decía —en el arto. 171— que “el presidente electo por votación popular directa, no es reelegible para el período inmediato”. Las constituciones de 1950 y 1974 señalaban que “No podrán ser presidentes para el siguiente período, el que haya ejercido la presidencia en el período anterior”. La dictadura de los Somoza intentaba guardar las apariencias. La reforma constitucional de 2014, ni siquiera lo intentó: eliminó la prohibición de reelección presidencial sucesiva que estaba vigente con la reforma constitucional de 1995.
Dado lo anterior, alguien hasta diría que en Nicaragua tal vez lo mejor sería proclamar abiertamente la monarquía. Dado que ello no es viable, se seguirá con la apariencia de república y de democracia representativa. Como advirtiera Simón Bolívar: “ un pueblo debe temer que el mismo magistrado que los ha mandado por mucho tiempo, los mande indefinidamente”. Ese temor parece —inexplicablemente— no existir en Nicaragua. La reelección sucesiva e indefinida en la misma persona o dentro de la misma familia, crea presidentes monárquicos o dictaduras dinásticas y es incompatible con la democracia.
El autor es doctor en economía.
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