Centenares de niños marcharon en abril celebrando la aprobación del nuevo Código de la Familia. Docenas de legisladores, juristas y directores de ONG, unieron también sus voces para elogiarlo. “Hoy en Nicaragua se marca una nueva era con la entrada en vigencia de un moderno Código de Familia”, declaró el magistrado Marvin Aguilar García.
También, y a pesar de las reservas de los obispos, religiosos como sor Belkis Castillo, consideraron en un seminario de capacitación, inaugurado por monseñor Mata y el doctor Aguilar, “que este nuevo Código es fantástico”.
¿Lo es? Saberlo requiere examinar la medida en que aborda o prioriza los problemas más agudos que afectan nuestras familias. Al igual que un médico, que antes de recetar debe conocer la enfermedad del paciente, una legislación orientada a sanar un sector debe partir del reconocimiento de su principal dolencia. ¿Acierta el código en diagnosticarla?
Pablo Antonio Cuadra (PAC), uno de nuestros escritores más profundos, insistía en que el problema más grave de la familia nicaragüense era su desintegración o falta de institucionalidad. A diferencia de una institución, que crea vínculos, orden y continuidad, nuestras familias están mayormente constituidas por hogares donde “los hijos se suceden sin padre y los padres vuelven a desparramar su fecundidad sin techo fijo, sin cama estable, sin mesa común, sin diálogo, sin vínculo; quedando como resultado de la convulsa marea solamente un resto de naufragio, la nave rota de la madre, a la cual se agarra hambrientamente la prole ”
Las estadísticas han confirmado esta realidad doliente. En los censos los hijos criados por su padre y madre biológicos son minoría; el padre suele brillar por su ausencia; demasiados niños contestan: “Mi papa nos abandonó”. Las ciencias sociales han corroborado, por su parte, cómo la violencia doméstica, los abusos sexuales, y muchas otras patologías, son mucho más comunes en los hogares rotos. Tuvo pues razón PAC al concluir que “la lucha más honda e ignorada, la más angustiosa y vital, es la lucha por estabilizar la familia”. Era de esperarse, entonces, que el código respondiera a este imperativo.
Pero no. Al revisar sus contenidos y las declaraciones de sus coautores se percibe que sus prioridades o focos de atención fueron otros. Uno, central, ha sido evitar el castigo físico de los menores. Para la Procuradora de la Niñez, Martha Toruño, y representantes de Unicef, el código, al prohibirlo, “marca un hito en la historia del país”. Otro, “novedoso” en palabras de Juanita Jiménez, del Movimiento Autónomo de Mujeres, es haber regulado el “reconocimiento de la unión de hecho estable en igualdad de derechos y obligaciones”. Otro, notable, para la doctora Abboud Castillo, consultora del código, es haber reivindicado la igualdad y respeto entre los miembros de la familia y la igualdad de género. Finalmente otro, muy subrayado, al que se dedica un apartado especial, es el de la violencia doméstica. El Código establece el deber del Estado y la escuela de combatirla.
No hay duda que estos temas ameritan atención. Lo extraño es que un problema como la inestabilidad, la ausencia de vínculos y compromisos, causa de tantas violencias y sufrimientos, no haya merecido un tratamiento semejante. Sencillamente fue marginado, eclipsado por otras preocupaciones. Omisión aún más desconcertante tratándose de legisladores que proclaman su devoción a los derechos infantiles. ¿Habrán olvidado que nada protege más a los niños que crecer en hogares estables con su padre y madre naturales? Los fajazos duelen y pueden ser humillantes. ¿Se queda atrás acaso el abandono paterno?
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.
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