En la empresa Editarte éramos socios con el investigador Roberto Cajina Leiva, lo cual nos relacionó casi todos los días, en algunos de los cuales lo acompañaba a llevar o a traer a sus dos hijos al Colegio Centroamérica (CCA).
Entonces deseaba haber estudiado ahí y que también hubieran estudiado mis hijos mayores, porque todo era tan acogedor, lleno de árboles y flores e instalaciones deportivas y un sólido prestigio de excelente enseñanza.
Fue este antecedente el que probablemente nos llevó a mi esposa Carolina y a mí, a matricular a nuestra hija en primer grado del CCA, después que finalizó su preescolar en el magnífico Kiddy Stop. Entonces a diario llevaba y traía a mi hija del colegio.
Es inolvidable, en primer grado, el maravilloso recorrido por el colegio que hicieron niñas y niños con sus caritas y ojitos radiantes coreando “ya podemos leer” y los muchachos y muchachas de los demás grados de primaria y secundaria, haciéndoles valla, y bulla, celebrándolos. ¡Qué emoción! Tengo que decirlo ahora que nos aproximamos al centenario del Centroamérica.
Pero con el pasar de los años, el rigor del Colegio se hacía sentir cada vez con mayor fuerza. Estando mi hija menor en primer año, Carolina y yo reflexionamos sobre tanta exigencia académica y la fuerte presión que esto implicaba para nuestra pequeña. Producto de ello, no pocas veces pensamos que lo mejor sería cambiar de Colegio, porque no tenía sentido someterla a tanto apremio. Era un dilema.
A un grupo de madres y padres de familia nos azotaban sentimientos encontrados: queríamos que nuestros hijos e hijas se graduaran en un colegio de alta calidad educativa y de principios y valores, pero al mismo tiempo mirábamos (sentíamos), consternados, cómo la exigencia del colegio los afectaba, los preocupaba, los afligía, lo que nos hacía sentir culpables. Por eso comprendo que algunas madres y padres de familia hayan sacado a sus hijos o hijas del CCA.
Tercero y cuarto año fueron durísimos, sobre todo cuarto, que hizo crecer a nuestra hija hasta una estatura que ella misma no se conocía, y logró vencer con cierta holgura lo que para muchos es “El Paso de las Termópilas” de secundaria. En comparación, quinto año fue un paseo.
Ella perdió segundo año porque dejó una clase. ¡Qué sistema educativo tan cruel!, pensé, porque, ¡y las demás materias que sí aprobó! ¿Dónde quedaron? Y la matriculamos en otro centro donde estuvo feliz porque había mayor flexibilidad en la enseñanza. Sin embargo, decidió regresar a su viejo colegio. Y volvió. Y triunfó. Cómo nos henchimos de emoción el día de la graduación, el momento supremo en que el sencillo, carismático y activo nuevo rector, le entregó su diploma. ¡Cuánto sacrificio costó ese diploma!
No puedo olvidar que una profesora de quinto o sexto grado le hizo la guerra a mi muchachita. Le molestaba que ella leyera tanto y sobre todo, que escribiera muy bien, que analizara su contexto y dijera con valentía lo que pensaba. Y nos sentimos agradecidos con maestras como Silvia, que apreciaba su buena escritura, y la alentaba a que continuara escribiendo, y por supuesto, a leer, leer y leer, una adicción de nuestra hija aprendida en el CCA, donde en cada curso, hay que leer unos quince diez libros.
En este centenario del CCA, evoco con cierta sorpresa, admiración y respeto, a aquellos misioneros jesuitas que durante la conquista y colonización española vinieron a
América y que mientras en Europa perseguían ferozmente a los dueños de imprenta, en Paraguay ellos alentaron a los indígenas a construirlas artesanalmente, para producir libros en su propia lengua. Otros ofrecieron la espada y el exterminio; ellos enseñaron a hacer libros.
El autor es periodista, escritor y docente.
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