Nunca voy a olvidar lo diminuta que me sentí cuando pisé por primera vez el Colegio Centroamérica (CCA) —microscópica entre sus extensos y boscosos campos, entre sus incontables escalones y edificaciones, entre sus miembros de todas las edades que sin parar transitan el lugar—.
Me acostumbré, junto a los otros, y otras, al ritmo de apresurado paso, rubricado por un cronograma mensual lleno de actividades de distintas índoles (académicas, religiosas, deportivas, ecológicas, culturales), que nos mantenían entretenidos y ocupados la mayor parte del tiempo.
Nos enseñaron a celebrar, a celebrarlo todo: desde el día del agua, hasta los primeros viernes de cada mes —nos permitían cambiar nuestros aburridos uniformes por ropas coloridas—, a celebrar a los seres preciados, y a celebrarnos a nosotros mismos, desde la inolvidable caminata ‘Ya sabemos leer’ en primer grado junto con los padres y profesores, hasta ‘La corrida’ de despedida en undécimo exclusiva para la promoción y su creatividad.
Pese a los constantes eventos recreativos, la exigencia académica se mantiene elevada y muy seria, amenazando con aflojar a cualquier despreocupado. Las tareas y trabajos sobresalían por sus ánimos de hacernos pensar hasta botar el pelo.
Creo que el comportamiento colectivo eufórico y apasionado propio de los estudiantes de último año se debe a un fuerte sentimiento de liberación tras tanto esfuerzo. Ahora que ya no estudio en el CCA, valoro más el espíritu ecológico-ambientalista que con vehemencia nos inculcaron, y del cual carece tanto Nicaragua; extraño el verdor, la sombra. Incluso las horas de trabajo en los viveros.
Entre los recuerdos más bonitos de mi infancia, está el hermanito Meabe —una de las personas más queridas que en el corazón del colegio queda—, quien se tomaba en serio mis dilemas pueriles, y me aconsejaba con apego.
En medio de mi agnosticismo, le guardo un cariño especial a la espiritualidad jesuita por su gran reflexividad, introspección, y sobre todo, por el servicio a los demás: uno de los pilares del programa educativo que trasciende las palabras, poniendo manos a la obra a los miembros, y así dándole un verdadero sentido a la icónica frase ‘En todo amar y servir’ de San Ignacio de Loyola.
Las clases de formación cristiana eran ricas en historia y filosofía, los trabajos consistían en análisis rigurosos de nosotros mismos y nuestro entorno; las misas tenían su toque creativo, y las pastorales sociales lograban transformar la perspectiva de cualquiera con experiencias cargadas de una aguda intensidad emocional.
Me parece que los integrantes del personal del CCA son excepcionalmente amables; llevo conmigo sus sonrisas y saludos atentos siempre, así como aprendizajes invaluables de profesores igualmente invaluables.
Puedo decir que me gradué contenta, agradecida y orgullosa de este colegio que, desde el primer día de clases, hace doce años, me intimidó con su geografía y dinamismo, y de inmediato me enseñó que con el tiempo los retos solo aumentan su dificultad o cambian su naturaleza. Hasta el último día nunca dejó de desafiarme. Justo lo que necesitaba para ser la caminante que hoy soy.
La autora es egresada del Colegio Centroamérica.