¿Qué nos diría Toño si pudiera hablarnos desde el cielo? Me atrevo a pensar que, posiblemente: “Defiendan mi legado”. Porque junto con doña Violeta, se quemó literalmente pestañas y entrañas soñando con enrumbar Nicaragua en una dirección nueva.
Y logró conquistas extraordinarias, verdaderamente revolucionarias, en el sentido de que rompieron con tradiciones políticas nefastas, muy arraigadas en nuestra historia.
Una de dichas tradiciones fue el partidarismo. Desde la independencia, poner al partido por encima de la nación fue una de las constantes de casi todos los gobernantes. Práctica que cultivó la exclusión y los favoritismos y llevó a numerosas guerras.
Tras ganar doña Violeta las elecciones Antonio advirtió que ella no sería presidente solamente de la UNO, la coalición política que la respaldó, sino de toda la nación. Y fue algo que ambos cumplieron a cabalidad. Su bandera fue la azul y blanco. No persiguió ni discriminó por razones partidarias y para integrar su gabinete no utilizó criterios políticos sino de competencia profesional. Esto le causó resentimientos con muchos de sus propios partidarios, acostumbrados a las viejas prácticas.
Otra tradición fue la del odio y el antagonismo. En un país marcado por la polarización y las heridas profundas de una cruenta guerra civil, doña Violeta abrió sus brazos maternales a todos apoyada en el músculo práctico de Antonio.
Logró así la más genuina reconciliación de nuestra historia. Toño inauguró la práctica del diálogo con todos los sectores, enfrascándose con paciencia de santo en sesiones interminables con adversarios desconfiados y hostiles, hasta lograr arreglos que aseguraran la convivencia. Esto también le ocasionó que se le criticase de “blandengue” o flojo.
Otra tradición fue la tradicional politización de las fuerzas armadas. Nunca se había logrado en Nicaragua organizar fuerzas armadas independientes del caudillo o partido de turno.
El primer esfuerzo, bajo la intervención americana en 1925, fue saboteado por el caudillo conservador Emiliano Chamorro. El segundo, al formar la G.N. en 1927, fue saboteado por el caudillo liberal Anastasio Somoza García. El FSLN, en el poder, también creó su propio ejército partidario. Cuando Antonio dejó el gobierno en 1995, tanto el ejército y la policía se habían convertido en “nacionales”; habían logrado ya el primer relevo del mando conforme a las nuevas leyes, y por primera vez en nuestra historia avanzaban hacia su auténtica profesionalización.
Otra tradición fue la inveterada costumbre de concentrar el poder y desobedecer las leyes. Todos los gobiernos anteriores lo habían hecho convirtiendo a los demás poderes en servidores sumisos del ejecutivo. Durante la transición presidida por Antonio y doña Violeta ocurrió el primer veto presidencial de nuestra historia (1991) pues la Asamblea estaba en desacuerdo con el presupuesto propuesto por el gobierno.
La Corte de Apelaciones de Managua, por su parte, (1995) rechazó un recurso de amparo con el que Antonio buscaba remover su inhibición como candidato a la presidencia. Obedeció y se fue a casa, pero con la satisfacción que Nicaragua heredaba una Asamblea, un sistema judicial, y un Consejo Supremo electoral, verdaderamente independientes. Ningún partido o caudillo los dominaba.
Finalmente, Antonio rompió con la tradición de enriquecerse a costa del poder. Se retiró como entró e incluso sufrió dificultades económicas al irle mal en un proyecto tabacalero.
Lo trágico es que este y otros preciosos legados están siendo víctimas de una terrible regresión. Comenzó con Alemán y continúa en forma alarmante con Ortega. La forma de honrar verdaderamente la memoria de Toño es comprometernos todos, desde Cosep hasta el último ciudadano, a que no se malogren las significativas conquistas por las que tanto luchó. Él estará, desde el cielo, intercediendo por quienes traten.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.
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