Es un libro de lectura obligada. Para todos los universitarios y profesionales y, particularmente, para aquellos empresarios y miembros del Cosep que estén adormecidos por sus actuales márgenes de utilidades. Su autor, el profesor de Harvard James Robinson, lo acaba de presentar en Managua invitado por Funides.
La tesis central de este documentado estudio, en que invirtió 15 años y multitud de viajes a docenas de países en todos los continentes del mundo, es que el factor que más explica la diferencia entre los países ricos y los pobres es su tipo de instituciones. En los primeros predominan las “inclusivas”, aquellas con amplias oportunidades para la participación de todos, donde el poder se reparte entre muchos actores, las reglas son obedecidas e iguales para todos y se fomenta la creatividad y la iniciativa. En los segundos dominan las “extractivas”, aquellas que excluyen a la mayoría, concentran el poder en élites que lo usan para su beneficio, a expensas de la colectividad, y donde los poderosos, lejos de sujetarse a la Ley, la usan para perpetuar sus privilegios políticos o económicos.
Esto no quiere decir, advierte Robinson, que no puedan darse períodos de progreso y crecimiento económico en sociedades de carácter extractivo. China es un ejemplo. La Nicaragua en tiempos de los Somoza es otro. El problema es que estos tipos de crecimiento no son sostenibles. La evidencia histórica muestra que, tarde o temprano, dichas sociedades entrarán en crisis políticas o económicas que las estancarán o llevarán a dramáticos retrocesos. Las únicas sociedades donde el progreso ha perdurado por décadas y siglos, a pesar de sus altibajos, son aquellas donde las instituciones “inclusivas” han echado raíces.
Entre los factores que explican la fragilidad de los progresos obtenidos en sociedades predominantemente extractivas está la humana tendencia al abuso del poder. Robinson no está seguro que todo poder corrompa, pero sí de que lo hace cuando es absoluto. Sin frenos que atajen las tendencias egoístas del hombre, este tiende a inflarse y desbordarse maleando su entorno. Ha ocurrido siempre y volverá a ocurrir. Por eso los padres fundadores de la sociedad norteamericana se esmeraron tanto en diseñar un modelo político que evitara la concentración del poder y su inevitable paso a la tiranía. E idearon el noble sistema de la separación y equilibrio entre los distintos poderes del Estado. Los frutos están a la vista: Estados Unidos ha sido por más de cien años la nación más próspera del planeta.
Las naciones latinoamericanas copiaron muchas veces dicha fórmula, pero en la forma y no en el fondo. Sus élites siguieron siendo extractivas y se las ingeniaron para burlar una y mil veces el espíritu y contenido de sus constituciones. Perón en Argentina, por ejemplo, deshizo la independencia del poder judicial nombrando nuevos magistrados leales y desaforando otros. México tiene leyes antimonopolistas, pero Carlos Slim, con sus poderosos conectes e influencias, se las arregló para neutralizarlas. Los frutos de esta afición a disfrazarse de inclusivos preservando lo extractivo son también evidentes: las sociedades latinoamericanas se han quedado rezagadas. Millones de sus pobres sueñan con emigrar a Norteamérica.
Nicaragua hoy crece a una tasa superior al 4 por ciento, buena pero inferior al 7 sostenido que necesita para derrotar la pobreza. Pero aún esta tasa, que hoy tanto complace a quienes más lucra, difícilmente crecerá más, y, aun lográndolo, difícilmente persistirá en el tiempo, mientras no construyamos las instituciones que han probado mundialmente su eficacia.
El autor es sociólogo y fue ministro de Educación.