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Alejandro Serrano Caldera

La cultura y la política en la realidad nicaragüense

Con motivo de la conmemoración del centenario de la muerte de Rubén Darío y de las diferentes actividades culturales que por esa razón se han realizado, y se están realizando, se hace presente la idea de la importancia esencial que la cultura tiene en la vida cotidiana y en nuestra historia.

Además de ese hecho conmemorativo extraordinario, y de otros, anuales o bienales, relativos a la poesía, la narrativa y las artes visuales, es fácil percibir la intensa actividad cultural que cotidianamente se desarrolla en nuestro país, caracterizada por conferencias, debates, presentaciones de libros, exposiciones de pintura, conciertos, para mencionar algunos de esos eventos.

El arte, la literatura, la poesía, el pensamiento, la música, la pintura están presentes diariamente en la agenda de un sector de los nicaragüenses que asisten, o tratan de hacerlo regularmente, a estas múltiples, y frecuentemente excelentes, presentaciones.

Por otra parte, y cubriendo a un sector más amplio, se encuentra la presencia de la política, sea en las acciones concretas, como en los debates entre dirigentes de diferentes partidos políticos, gobierno, sectores de la sociedad civil, y en los análisis cotidianos que colman los periódicos, la radio y la televisión, así como las redes sociales y medios electrónicos.

Es claro, en nuestro país, que entre la cultura, entendida como expresión de aptitudes artísticas e intelectuales, y la política, hay diferencias cuantitativas, pues el número de personas que siguen de cerca o de lejos la política, es mayor que aquel que se ocupa de la cultura, entendida esta última en el sentido que acabamos de atribuirle anteriormente.

Pero, además, hay diferencias cualitativas como son aquellas que nos indican que la cultura une, a pesar de los diferentes puntos de vista que puedan haber sobre algún tema o motivo, en tanto que la política separa al enfrentar, en forma con frecuencia intolerante, las diferentes posiciones partidarias, ideológicas, o simplemente de intereses, estableciendo la descalificación moral del adversario, como forma habitual de dilucidar las diferencias que surgen de su ejercicio.

Esto lleva en Nicaragua a devaluar el quehacer político y la identidad del sujeto individual, que en esta actividad se caracteriza por la dualidad, por ser otro de lo que natural y habitualmente es.

Es claro que toda persona cambia con el paso del tiempo, y lo que ayer se valoraba de una forma particular hoy puede valorarse de una forma distinta y hasta opuesta. Cierto que a través de los años todos cambiamos y con frecuencia vemos con cariño paternal, entre la niebla del tiempo pasado, la imagen del niño o del joven que fuimos.

No obstante, en la práctica política nicaragüense, ese otro yo no es consecuencia únicamente del paso del tiempo (hoy somos diferentes de como fuimos ayer), sino que las contradicciones son de naturaleza simultánea. Si ser otro sin dejar de ser uno mismo es universal condición de lo humano, ser otro sin ser uno mismo es, en el caso de nuestro país, la raíz del drama político.

Esto exige precisar el concepto y circunscribirlo a la práctica política. Para el nicaragüense es diferente la conducta en lo que atañe más directamente a su identidad como sujeto y como persona, que aquello que se refiere al quehacer político. En el primer caso el nicaragüense es, tiene identidad y referencias básicas sobre las que descansan las condiciones de la existencia. En el segundo, deja de ser el mismo y finge ser otro.

Es el “güegüense” que finge primero para defenderse y finge después por costumbre y porque ya no puede vivir sin fingir hasta transformarse en su propia mentira. Es el ámbito de la política.

Mientras la forma de ser de la vida cotidiana y de la creación cultural y artística confiere identidad, la forma de hacer política confisca la autenticidad. Pero esta “esquizofrenia” en que se reparte en dos la vida personal y la vida política no puede ser indefinida, pues si no hay una relación entre ambas, una de ellas terminará ocupando el espacio de la otra. Si la ética y la cultura no penetran y conforman el quehacer político, la política como conducta deformada invadirá los espacios de la vida individual y colectiva, transformando la realidad en espectro y el rostro en máscara, obligando a que se deje de ser lo que en realidad se es.

Algo de eso está ocurriendo en Nicaragua y en el mundo, y a eso se debe en parte el descrédito de la política y el naufragio universal de los valores. La única forma de evitar que la política destruya a la ética, es haciendo de esta el fundamento de la política.

Ante tal fenómeno sociológico, me parece que la cultura, entendida aquí, en su sentido más amplio, como expresión de los valores y principios que constituyen la identidad de la sociedad, es precisamente el factor que puede iniciar un proceso de unidad en nuestro país. Bien entendido, por supuesto, el concepto de unidad que no es el de uniformidad. No se trata de homogeneizar nada ni a nadie bajo una sola bandera, ideología o punto de vista político, ideológico, cultural o social. La unidad solo existe, precisamente, cuando la uniformidad no existe; solo se une lo que es diferente. La uniformidad es la homogeneización y la supresión de las diferencias que son las que enriquecen a toda comunidad y a toda sociedad.

Cultura es por definición diferencia y pluralidad, manifestación del espíritu humano, de la persona, de la sociedad, de la comunidad en todos los planos de la vida individual y colectiva. Cultura no es solo la expresión sublime de las artes, en las letras, la música, la literatura, la poesía, la pintura, ¡claro que eso es cultura!, pero lo es también en su expresión más amplia y profunda, la forma de vida de los pueblos, las formas de comunicación, los imaginarios que dan determinadas identidades a las comunidades humanas. Cultura es el sedimento no fijo, no estático, sino, paradójicamente, activo y dinámico, que reproduce sus propios valores, sus propias visiones y misiones.

De ahí, pues, me atrevería a pensar que la cultura pueda llegar a ser en un país fragmentado como el nuestro, un factor de unidad. Bien entendida la unidad como unidad en la diversidad, lo que exige respetar las identidades y la pluralidad en todo sentido, lo que no excluye sino propicia la posibilidad de integrar esas diversidades y esas disimilitudes en un conjunto de principios fundamentales que den identidad general.

Sólo existe universalidad cuando hay identidades múltiples y diferentes, particularidades que en un momento dado pueden encontrarse, dialogar y establecer métodos de comunicación e interacción.

Que sea la cultura, pues, el lenguaje común de los nicaragüenses; la posibilidad de abrir caminos; los vasos comunicantes que nos permitan encontrarnos en medio de tanto desencuentro; que sea la cultura el común denominador para crear una sociedad más libre, democrática y humana.

El autor es jurista y filósofo nicaragüense.

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