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Magdalena de Rodríguez

Darío y su postrer viaje a su tierra

Ese último viaje de Darío fue de León a Managua, en tren expreso, el 7 de enero de 1916.Había salido de Barcelona rumbo a Nueva York a predicar la Paz; “así que regresé a América. Llegué en carácter de apóstol, hermosa misión; y en Norte América empecé a llenarla”, dice a su amigo Francisco Hueso.

Había estallado en Europa la Primera Guerra Mundial en 1914 y Darío espantado ante la bárbara matanza acepta ser el predicador.

Convaleciente de una neumonía que padeció en Nueva York embarca hacia Guatemala, luego, su regreso a Nicaragua el 15 de noviembre de 1915. En Corinto donde arriba el barco que lo devuelve a la Patria la gente se agolpa en el muelle ante la noticia de la llegada del poeta. Sigue el viaje en tren Corinto-Managua. En León el tren para y una multitud lo espera en la estación.

Toda la gente quiere verlo, estrechar su mano, abrazarlo. Es vitoreado con pasión. Fatigado, macilento, sale Darío al balconcito que los vagones de primera clase tenían en aquel tiempo y dice unas breves palabras de agradecimiento por la acogida al hijo pródigo que regresa a la tierra que lo vio nacer. El tren parte. El pueblo leonés que lo considera suyo, desconsolado lo mira partir hacia Managua. Allá lo espera la casa de los Murillo. Darío ha vuelto a Nicaragua traído por su esposa Rosario.

El mes y medio que Darío permanece en Managua es triste y doloroso porque ya venía herido de muerte. Sin embargo lo visitan amigos y poetas. Devora periódicos extranjeros que le llegan puntuales y también lee los diarios locales. Hace proyectos para cuando se mejore. Dice quiere retocar La vida de Darío escrita por el mismo, su biografía; tiene pensados dos cuentos que dice escribirá, también le debe dos crónicas a La Nación de Buenos Aires; una sobre Guatemala donde escribió su oda Palas Athenea, larga y hermosa. Su último poema, el cual no pudo leer en las fiestas minervinas de ese país; fue leído por el escritor Adolfo Vivas.

La vida corporal de Darío se acaba. Moribundo sigue pensando, sigue creando. Proyecta escribir para El Comercio, diario de Managua, crónicas cortas, agudas, punzantes sobre la situación actual del país, dice a los escritores que lo visitan.

Pero lo dolores son horribles, la fatiga no lo abandona. Le han diagnosticado cirrosis hepática. Muchos médicos de Managua lo visitan. Tratan de paliar sus dolencias con la mediana medicina, obsoleta de aquel tiempo que no soñaba los trasplantes de órganos. Por otra parte Darío no cree en los médicos, los considera charlatanes y asesinos encubiertos a los cirujanos. Las primitivas inyecciones de emetina que le aplican cree que lo están matando.

Desesperación, angustia, solo dolor físico es la vida del poeta. Delirante, maldiciente, asegura no tenerle miedo a la muerte, la que antes lo horrorizara. Por fin ha accedido trasladarse a León, convencido por el doctor Luis Debayle para someterse a una intervención quirúrgica. Este es el motivo de su último viaje en el tren expreso que pone a su disposición el Gobierno dicen que por intermedio del obispo de Managua, monseñor José Antonio Lezcano y Ortega.

También aseguran los cronicones de aquel tiempo la poca o ninguna simpatía de monseñor Lezcano por Darío por considerarlo masón y pecador público, dos sombras imborrables para la religiosidad de la época. Increíbles ambas especies. La primera porque don Adolfo Díaz, presidente de la República, era todo lo que se quiera decir sobre él, pero fue un caballero, un gran señor. Otra, monseñor Lezcano manifestó siempre sus dotes de dulce hombre de Dios, como digno discípulo de Cristo.

El 7 de enero a las 6:00 de la mañana sale Darío para León en el expreso. Le acompaña su esposa, el médico, un amigo y dos sirvientes. Iba vestido de amarillo y gorrita sportman, color gris a rayas negras. A la luz de la mañana fría se veía su cuerpo macilento y marchito. Amigos y gente del pueblo estaban en la estación despidiéndolo. La fina mano del poeta saluda por la ventanilla, escribe Francisco Hueso.

El mes incompleto que Darío pasa aún con vida en León es una espantosa tortura. Lo aloja en una modesta casa sin las mínimas comodidades deseables para un enfermo, para una persona de su categoría. Cuarto sin cielo raso. Un catre de hierro pintado de negro es su lecho. Hay otra pieza y un corredor. Eso es toda la mansión que ocupa en el barrio San Juan.
Después las punciones a que fue sometido el poeta por los doctores Luis Debayle y Escolástico Lara con el propósito de extraerle líquido del estómago. Dos veces buscando alivio para el sufriente.

Los altibajos, esperanza y desconsuelo y dolor, dolor de la carne torturada del poeta. Angustia, desoladora angustia en todos los pechos de León, Chinandega, Managua, Masaya, Granada. Todo el Pacífico conectado por las comunicaciones de hace un siglo. Todos esperando y temiendo el fatal desenlace.
La confesión de los pecados. El Viático riguroso y solemne precedido por el último obispo de Nicaragua, monseñor Pereira y Castellón, siempre obispo de León y Darío arrepentido y creyente, asido fuertemente del Crucifijo.

Dos testigos que yo alcancé a conocer, don Sérvulo González de Chinandega y don José Floripe de Estelí, recordaban que las campanas de los 17 templos de León tocaban los inconfundibles dejos de agonía.

Ya lo había dicho Rubén: “Yo debo seguir mi camino —De mi destino voy en pos —Entre sombras y luz peregrino —Por secreto impulso de Dios”.

La autora es maestra.

Opinión América Nicaragua Poeta Rubén Darío archivo
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