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Lilliam Luna, madre del Román “el Chocolatito” González. LA PRENSA/Oscar Navarrete

Las mamás del boxeo

Ellas oran por la salud de sus hijos y esperan que a través de sus plegarias ellos derriben a sus rivales a cuenta de puñetazos. Conozca a cinco madres de grandes boxeadores nicaragüenses.

Román, Rosendo, Carlos, Randy, Ricardo. Detrás de estos nombres hay diferentes historiales de jabs y uppercuts. Distintas combinaciones y carreras, momentos de gloria y hundimientos. Y también hay, como es lógico, distintas madres. Revista Domingo se sentó con las mamás de estos prominentes campeones mundiales o retadores a campeonatos mundiales de un deporte tan viejo y prestigioso como salvaje. ¿Cómo es ver que golpean a sus hijos en televisión nacional? ¿Qué pasa por su mente durante esos interminables asaltos? O ¿quiénes son ellas, qué les gusta hacer? Le traemos las respuestas en este reportaje.

LA MAMÁ DE “EL CHOCOLATITO”

Cuando era niño lo que más le gustaba a Román era el futbol. Pero su padre le insistía: “¡Eso no te va a sacar de la pobreza! Metete a boxear”. Guindaba un saco de aserrín de una rama de un árbol de guayaba en el patio de la casa y el chico se entrenaba. El pequeño tenía talento, y el grande, razón. Tanta razón que, años más tarde, Román González llevaría a una orgullosa madre a recorrer las calles de Tokio, la fría capital japonesa, a bordo de una lujosa limosina.

Doña Lilliam Luna, madre del tricampeón mundial de boxeo, es de estatura baja, contextura delgada y carácter afable. Recuerda los detalles de su viaje a Asia mientras señala los kakemonos o adornos colgantes japoneses que decoran la puerta de la sala de su hogar, en el barrio La Esperanza, Managua. “Román me ha dicho que si me quiero ir de aquí él me ayuda, pero yo tengo 32 años de vivir en esta casa”, dice, y presenta como guía de museo los coloridos trofeos, cinturones, medallas, cuadros, diplomas de reconocimiento, fotografías ampliadas y recortes de periódico enmarcados en el salón rectangular. No hace falta nada. Solo Román, que acaba de salir bien vestido luego de una intensa sesión de entrenamiento en el gimnasio: hoy la protagonista es su mamá.

Lilliam Luna ha convertido la casa en la que vive desde hace 32 años en un museo-tributo para los logros de su hijo, Román González. LA PRENSA/Oscar Navarrete.
Lilliam Luna ha convertido la casa en la que vive desde hace 32 años en un museo-tributo para los logros de su hijo, Román González. LA PRENSA/Oscar Navarrete.

Un día normal en la vida de doña Lilliam, que ya no vive con el papá de sus cuatro hijos, comienza de mañanita, tipo 6:00 o 7:00 a.m. Se levanta, hace “cosas del hogar como cocinar, barrer, limpiar”, sirve almuerzo si vienen visitas o uno de sus hijos (por ejemplo a Román le acaba de dar “un tuco de bistec y un tuco de plátano con fresco”), y a las 5:00 de la tarde mira su programa de televisión preferido: Caso Cerrado. Los fines de semana sale con su familia a Masaya u otro departamento cercano y comen en algún restaurante. También asiste a la iglesia evangélica Ríos de Agua Viva, muy frecuentada por Román.

A sus 57 años, doña Lilliam dice que se siente “muy alegre y orgullosa” de que su hijo sea el mejor boxeador del mundo libra por libra, según la revista especializada The Ring, y cuando se le pregunta sobre un momento complicado en la carrera de su hijo, responde: “Es que las peleas duran pocos rounds. Solo el último que sí aguantó los 12” (nunca ha perdido, su récord es de 45 victorias en 45 peleas). Es decir, está más acostumbrada a las celebraciones que al sufrimiento.

—¿Cómo vive las peleas?
—Cuando no viajo con Román le mando una carta al presidente (Daniel Ortega), entonces mandan a poner una pantalla gigante afuera de la casa, me mandan la pólvora, abro el portón y vienen todos los periodistas y se me llena de gente aquí. Busco a una señora que me haga unos bocadillos y hay comida para todos. La pasamos alegre. Me preguntan el pronóstico para la pelea y yo siempre digo que Román noquea en el sexto round.

Antes, dice doña Lilliam, originaria de Rivas e hija de una costarricense, no le gustaba el boxeo. “No me gustaba porque me decía que era peligroso y de un mal golpe pueden quedar locos. Al principio sentía un poco de miedo, pero ahora sí nos gusta y nos ponemos a ver las peleas. El otro día vimos al ‘Canelo’ en familia. A Román le gusta verlas”, cuenta.

Y también describe cómo la familia presidencial de Nicaragua los tienen en alta estima. Para su último cumpleaños, el 6 de noviembre pasado, el “Chocolatito” le organizó una fiesta en su casa del residencial El Doral, Carretera Nueva a León. “Me puso mariachis y me regaló un carro del año. Y llegó un hijo del presidente, el del Canal 13 (Maurice Ortega Murillo), con la esposa. No lo quisieron hacer aquí en mi casa porque como ellos andan escoltados, era mejor allá”.

Frente a su casa en el barrio La Esperanza también hay un agente de la Policía Nacional que custodia todo el día y a Román otro oficial lo sigue adonde vaya.

DIA-DE-LA-MADRE

UNA MADRE FUERTE COMO SU HIJO: ROSENDO ÁLVAREZ

El día que Rosendo Álvarez decidió dejar el colegio para convertirse en boxeador profesional un miedo inundó a su mamá, María Celina Hernández. Él apenas tenía 14 años y la vida que ella imaginaba para él desapareció en un instante.

—A pues no vas a estudiar… Porque si te metés al boxeo no vas a tener lugar de ir al colegio —le dijo decepcionada.
—Lo que yo quiero es el boxeo, ahí déjeme. Después voy a estudiar —respondió él.

Aquel día, doña Celina, como prefiere que la llamen, pensó que su hijo estaba arruinando su futuro, porque no creía que se convertiría en campeón. Él le decía: “El Señor me llamó. El Señor me dará la corona” y por verlo tan entusiasmado terminó aceptando la decisión, recuerda sonriente a sus 95 años.

Doña Celina conoció a su esposo, Rosendo Álvarez Guido, a los 14 años. Fue amor a primera vista. Él era chichigalpino, pero trabajaba cerca de su casa en Managua. Ella hacía piñatas y manualidades en el porche de su vivienda y lo veía pasar. Después se dio cuenta de que él también asistía a su iglesia y ahí comenzó el romance.

Rosendo Álvarez junto a su madre, María Celia Hernández. LA PRENSA/Uriel Molina.
Rosendo Álvarez junto a su madre, María Celia Hernández. LA PRENSA/Uriel Molina.

De ese amor nacieron 17 hijos, 3 varones y 14 mujeres. No fue una familia adinerada pero sí muy unida. En los años ochenta, cuando la mayor parte de sus hijos ya eran adultos, su esposo y su hijo mayor murieron mientras huían de la guerra.

Esto la obligó a criar a los cinco nietos que quedaron huérfanos y uno de esos nietos en 2008 fue acusado de maltratarla psicológicamente. “El me decía vieja bruja, culebra, me robaba la comida, me corría de la casa y me prohibía las visitas”, declaró a los medios en aquel entonces.

En cada encuentro boxístico se le podía ver rezando angustiada, ya sea enfrente del televisor o en medio del público, cuando viajaba con Rosendo. Según afirma, se sentía más tranquila al ver la pelea en persona porque así podía saber dónde iban a golpearlo.

Una de las peleas más difíciles de ver, para ella, fue en marzo de 1998, cuando su hijo peleó contra Ricardo “El Finito” López, un campeón invicto de México. “Yo le pedía a Dios que ganara, le pedía no verlo acostado en el ring. En ese momento sentí miedo, pero gracias a Dios sucedió otra cosa”, recuerda sonriente, años después de que su hijo se retirara del cuadrilátero con un empate técnico como resultado (después, en noviembre de ese año, Rosendo volvió a pelear con “El Finito” y perdió).

Doña María Celia tiene 95 años y 17 hijos. LA PRENSA/Uriel Molina.
Doña María Celia tiene 95 años y 17 hijos. LA PRENSA/Uriel Molina.

A pesar de tener casi un siglo de vida, doña Celia se despierta todos los días a las 4:00 de la madrugada a hacer los oficios de su hogar y luego inicia su faena diaria en la confección de piñatas y arreglos florales. Algunos le han preguntado si Álvarez no le da dinero y ella, molesta, responde: “Yo trabajo porque quiero”.

Vive en Ciudad Sandino, el lugar del que nunca se va a mudar pues, a pesar de que su hijo le ha ofrecido en varias ocasiones irse a vivir a Managua, el miedo que le causó el terremoto de 1972 le impide irse. Ahora tienen una vida más tranquila y le da gracias a Dios por eso, porque aunque apoyó a su hijo, en el fondo añoraba el momento en que él colgara los guantes.

MAYORGA Y SU MAMÁ: UNIDOS HASTA POR EL TINTE DE CABELLO

Entre Ricardo Mayorga y su madre la unión es fuerte. Ella lo acompañó en prácticamente todas su peleas desde los asientos preferenciales de las distintas arenas que lo vieron ganar primero, vestirse de oro y luego sucumbir noqueado una y otra vez.

Su mamá incluso se pintó el cabello del mismo color que su hijo. Si él iba de pelo amarillo, ella lo seguía. Si escogía rojo también y de hecho el rojo ella lo llevó por bastante tiempo más.

Asimismo, si tocaba acompañar al “Loco” Mayorga a su debut en artes marciales mixtas para una estrepitosa derrota o a un tribunal de Justicia por acusaciones de violación, ahí estaba doña Miriam Pérez, al lado de su hijo, con el semblante severo que la caracteriza.

Miriam Pérez, mamá de Ricardo Mayorga, junto a su hijo. LA PRENSA/Archivo.
Miriam Pérez, mamá de Ricardo Mayorga, junto a su hijo. LA PRENSA/Archivo.

Según una serie de reportajes sobre la vida del “Matador” Mayorga, titulada El Rey del Encabe y publicada por LA PRENSA en 2003, doña Miriam era algo así como “la jefa de la carrera” del púgil.

Ella, su esposo y sus seis hijos se mudaron a Granada después del terremoto que destruyó Managua en 1972. En esos años sufrieron muchas carencias, su esposo era taxista y ella hacía repostería y pasteles que sus hijos vendían en las calles. Y, de acuerdo con el reportaje mencionado, “Ricardo hacía pastelitos, los dejaba en el horno para llevarlos tostaditos por las mañanas a clases y los ofrecía a sus compañeros a cambio de que le hicieran las tareas”.

Revista Domingo se comunicó con el ex bicampeón mundial para entrevistar a su madre, pero se notificó que ella estaba en el hospital.

DIA-DE-LA-MADRE-3

NACATAMALES CALIFORNIANOS PARA EL “TEAM CABALLERO”

Todo comenzó en el valle de Coachella, al sur de California, Estados Unidos (EE.UU.). En esta región, eminentemente agrícola, prácticamente la mitad de los pobladores son de origen latinoamericano, según Cáritas, y fue aquí donde Stephanie Osbourne conoció a “su nica”, Marcos Caballero.

Ella era una simpática adolescente rubia y risueña de 16 años. Él un nicaragüense atleta de 17 que entrenaba boxeo en un gimnasio cercano de donde ella vivía. “Nos conocimos y comenzamos a ir al cine, a cenar y cosas así. Quedé embarazada y nos casamos. Mi primer hijo fue Robert, luego Ryan, Randy y Romeo. Todos con “r” (ríe)”.

Desde el día uno Stephanie supo que su vida iba a girar alrededor del boxeo. “Mis cuatro hijos boxearon desde pequeños y siguen boxeando. Tomaban los guantes y los accesorios de su papá y peleaban”, recuerda la mamá de Randy Caballero, quien lleva un récord de 23 victorias, cero derrotas y cero empates en su joven carrera como pugilista.

Stephanie Osbourne y su hijo, Randy Caballero. LA PRENSA/Cortesía.
Stephanie Osbourne y su hijo, Randy Caballero. LA PRENSA/Cortesía.

Pero a pesar del éxito que ha cosechado Randy, ninguna pelea es fácil para Stephanie. Así describe lo que siente cuando mira pelear a su hijo, a unos metros de distancia:

“Asusta. Es fuerte. Cuando viene una pelea me pongo muy nerviosa. Siempre estoy nerviosa. No hay pelea en la que no me sienta así. Y miro todos los rounds. Tengo que hacerlo aunque es realmente difícil, pero si no acompaño a mi hijo siento que algo anda mal. Siempre lo acompaño pero no pude ir a dos peleas: en Japón y en Mónaco. Esas fueron las más duras”.

—¿Qué es más difícil, mirar los asaltos o esperar el veredicto de las tarjetas?
—Depende de la pelea. A veces ya sé que mi hijo ganó pero si es una pelea apretada, es difícil. Nunca se sabe qué va a pasar.

Por suerte, esas dosis de nerviosismo no son todos los días, aunque sí asegura que “vive para sus hijos” —y para sus nietos, que son siete—, y que su vida es el boxeo.

Un día común para ella es trabajar en la empresa familiar dedicada al mantenimiento y limpieza de piscinas, que en Coachella abundan, y por la tarde regresa para asegurarse de que sus hijos y nietos se alimenten bien. Sus cuatro hijos y sus parejas viven a no más de cinco kilómetros de distancia de su casa y Stephanie cuenta que son una familia muy unida que organiza reuniones con mucha frecuencia.

A ella le “encanta cocinar” y por su esposo Marcos y su suegra, también nicaragüense, aprendió a hacer gallopinto y no puede rechazar un nacatamal. “¡Cuando viene mi suegra hacemos nacatamales y a todos les encanta! La comida nica tiene mucha popularidad aquí. La favorita de Randy es el gallopinto. Yo lo hago simple: arroz blanco y frijoles negros de El Salvador. A todos les gusta”.

Con 46 años, Stephanie asegura que su hobby son sus nietos, pero si tiene que pensar en otras actividades que le atraen, está escalar, hacer senderismo y ver películas cómicas.

DIA-DE-LA-MADRE-2

NO SE METAN CON EL HIJO DE DOÑA RUTH: “EL CHOCORRONCITO”

Los hombres llevaban toda la pelea hablando mal del “Chocorroncito” sin percatarse que la mujer que estaba a unos pasos de ellos, junto a la esquina del cuadrilátero, era su madre. Cuando terminó la pelea uno de ellos se levantó, botella en mano, apuntó a la cabeza del boxeador y lanzó el proyectil. Carlos Buitrago se corrió y esquivó la botella por poco, pero su madre se rebalsó de enojo.

“Me di la vuelta, lo agarré y comencé a darle solo a la cara con el puño cerrado. Lo tiré a una carpa, lo enrollé y llamé a la Policía. Ahí se lo llevaron al tipo. ¡Imaginate, casi le parte la cabeza a mi hijo!”
Lo cuenta doña Ruth del Carmen Rojas, de 49 años, en la sala de su casa. Así es ella: dura, seria, sincera. Y sobre todo luchadora.

A los 10 años su madre murió y su papá jamás se hizo cargo de ella. Desde esa edad comenzó a vivir en casa de una tía, pero dice que la utilizaban. “Yo era una empleada para mi tía. A mí me usaban”, recuerda. A los 16 años se fugó y se fue a vivir con su novio, Mauricio “El Halcón” Buitrago, 18 años mayor que ella y conocido boxeador en Managua. Desde entonces no ha dejado de trabajar un solo día. Primero por necesidad, “demostrándoles que yo no era ninguna inútil y ahora porque quiero”, explica, “porque me gusta el trabajo”.

Ruth del Carmen Rojas viste los guantes de su hijo, Carlos "el Chocorroncito" Buitrago. LA PRENSA/Uriel Molina.
Ruth del Carmen Rojas viste los guantes de su hijo, Carlos “el Chocorroncito” Buitrago. LA PRENSA/Uriel Molina.

En 1990, cuando tenía poco más de 20 años y ya tenía a tres de sus siete hijos, Ruth se fue “mojada” a Estados Unidos con Mauricio. Estuvieron seis meses y regresaron, de nuevo “mojados”.

“Trabajé en un restaurante que el coyote me consiguió, pero Mauricio no conseguía trabajo. Allá había que ser esclavo de la gente y eso a mí jamás me gustó. Nunca me gustó trabajarle a nadie”, confiesa doña Ruth.

—¿Cuántos y cuáles trabajos ha hecho?

—Vendí zapatos al por mayor, hice manualidades, trabajé como doméstica, en restaurantes, como cajera, trabajé en tres empresas grandes de Nicaragua, me gusta hacer comida y ahora tengo un negocio que abrimos en 2014. He tenido ventas y hoy no tengo la necesidad económica, pero sigo trabajando. Carlos conmigo es buenísimo. Se ha preocupado por nosotros, mi hijo. Por mi casa. Él tiene su propia casa pero vive aquí.

Con “aquí” se refiere a Managua, en El Zumen. Su hijo es un reconocido boxeador que todavía no ha tenido la suerte de ganar un título mundial, pues ha caído las tres veces que ha salido del país como retador por uno. Ahora se prepara para otra pelea en Nicaragua y debe bajar unas libras más para dar con el peso. Doña Ruth le dio sustancia en la mañana y ya no puede ingerir nada. Cada diez minutos se enjuaga la boca con agua y la escupe.

“Es duro. No solo en la pelea, sino desde antes, buscando el peso. Es duro no solo en el momento del ring, sino una pizza, una hamburguesa, él no puede tocar nada de eso. Y eso como madre es duro verlo. Su sacrificio nadie lo mira. Solo miran si gana o si pierde. Nadie sabe qué pasa por él o cómo se siente”.

Cuando las peleas son en Nicaragua ella va y está abajo del ring gritándole instrucciones. Cuando la pelea es fuera, en Tailandia o Filipinas, países donde ha peleado, ella organiza un fiestón para los vecinos y amigos, pero ella no mira un solo round. Se encierra en su cuarto a orar y presiente cómo van las cosas con los gritos que alcanza a escuchar a través de la puerta con llave.

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COMENTARIOS

  1. Viva Nuestras madres
    Hace 8 años

    Honor a las madres Nicaragüenses, orgullos de Nicaragua.

  2. Martin Calero
    Hace 8 años

    Gracias Fabrice y Keyling por tan bonito reportaje. Felicidades a estas grandes madres y a todas las madres Nicaragüenses en su dia y siempre

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