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En Tokio

Los egregios japoneses de traje negro, erguidos y solemnes, cruzan lentos el pequeño puente peatonal, mientras los automotores sin estruendo alguno circulan en orden envidiable.

(A Saúl y Ana Patricia)

Los egregios japoneses de traje negro, erguidos y solemnes, cruzan lentos el pequeño puente peatonal, mientras los automotores sin estruendo alguno circulan en orden envidiable, guiados por otros nipones seguros de sus destinos. Ellos marchan plenos de orgullo milenario, como todos los seres de este heroico y galante imperio del crisantemo, el sake y el sushi; del samurái y del Monte Fuji, entre otros emblemas primordiales.

Por ejemplo, sus soberbios templos imperecederos, el elegante kimono y el decorativo bonsái, el prodigioso arte de la miniatura —o nexsuke—, la ritual ceremonia del té y la reluciente laca, el condensado hai-ku y los paisajes de Hosukai, la risueña geisha complaciente, el ancestral, redondo sumo rotundo, Mishima, el novelista, y Yasunari Kawabata, solitario e insomne perpetuo.
Yo, desde la habitación 717 del Akasaka Excel Hotel, observo la vida del bulevar junto a varios casi rascacielos, admirado y seducido por la singular belleza eficaz de tanta mujer joven y gloriosa, como Katsuna Shiori, espigada flor enteramente amable.

Tokio, 24 de mayo, 2016.

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