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La corrupción: cáncer de la democracia

Hay quienes piensan que la “cultura de la corrupción” es consubstancial del ser y quehacer nicaragüense y que, por lo mismo, estamos condenados a convivir con niveles mayores o menores de corrupción.

Hay quienes piensan que la “cultura de la corrupción” es consubstancial del ser y quehacer nicaragüense y que, por lo mismo, estamos condenados a convivir con niveles mayores o menores de corrupción. No creemos en tal determinismo de la corrupción ni compartimos el criterio de que en Nicaragua no pueda tener cabida la honradez, el tratamiento serio de lo que merece ser abordado seriamente, el manejo escrupuloso de los bienes del Estado y, por lo tanto, la transparencia administrativa. Si bien, las páginas de nuestra historia están llenas de corruptos, en todas las épocas también hemos tenido ejemplos notables de hombres probos, de gobernantes y funcionarios responsables, que fueron sumamente pulcros en el manejo del erario público.

La transparencia administrativa debería formar parte de una “cultura de la honestidad”, basada en sólidos principios éticos, que sólo puede ser producto de un proceso educativo, que necesariamente arranca del seno de la propia familia y se proyecta en todo el sistema educativo y en los medios de comunicación.

La palabra corrupción, etimológicamente, viene del latin corrumpere: acción y efecto de corromper o corromperse. Cambio por el cual es destruida una substancia, dice el Diccionario de la Real Academia Española. Desde el punto de vista social se suele utilizar el término para designar una abundante tipología de desórdenes en las actividades de las personas y en la comunidad. Así, se habla de corrupción administrativa, política, de costumbres, de menores, etc. El principal efecto político de la corrupción es que “corrompe”, destruye la substancia misma de la democracia, pues la corrupción engendra deslegitimación política y pérdida de credibilidad en las instituciones democráticas. Y la impunidad frente a la corrupción es “la madre de todas las desgracias”.

La corrupción, cuando es generalizada, puede también conducir a situaciones de ingobernabilidad. La corrupción acaba con la legitimidad de los gobiernos y mina su representatividad.

La ciudadanía, a través de las distintas formas de organización de la sociedad civil tiene un rol importante, diríamos decisivo, en la lucha contra la corrupción. Ciudadanos indiferentes y sociedades pasivas, que guardan silencio ante el abuso de los funcionarios públicos devienen, en última instancia, en cómplices de la corrupción, cuando no en usufructuarios de la misma.
Pero la corrupción no desaparece por sí sola. Hay que combatirla en todas sus manifestaciones y desde que éstas se inician, sin dejar que arraiguen las prácticas corruptas hasta convertirse en la “corrupción institucionalizada”, o lo que es peor, en una “cultura de la corrupción” socialmente aceptada.

Una de las formas más perjudiciales de la corrupción es la que afecta los sistemas electorales y que da lugar a los fraudes electorales. Es una de sus manifestaciones más perversas, ya que los fraudes electorales despojan a la ciudadanía de su derecho a elegir libremente a sus autoridades, derecho que consagran las constituciones políticas, la Declaración Universal y Americana de Derechos Humanos y, en el ámbito de nuestro continente, la Carta Democrática Interamericana.

Dicha Carta la suscribió el Estado de Nicaragua en 2001 y, en su artículo primero establece que “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y respetarla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas”.  A su vez, el artículo 3 de la Carta declara como uno de los elementos esenciales de la democracia “la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas, la separación e independencia de los poderes públicos”.

Todos estos principios son arrasados cuando la voluntad popular es desvirtuada por los fraudes electorales, que representan una de las peores desgracias para un pueblo. La ciudadanía debería tener plena conciencia que lo que está actualmente en juego es el derecho a elegir libremente a nuestros gobernantes, sin engaños ni fraudes. Este no es un asunto que concierne solamente a los partidos políticos. En realidad, la confiscación de nuestro derecho a elegir nos afecta a todos. Y todos deberíamos defender ese derecho utilizando las vías cívicas, sin recurrir jamás a la violencia.

El autor es jurista y catedrático.

Columna del día corrupción democracia archivo

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