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La cultura política de la tolerancia

No cabe duda que la tolerancia constituye un elemento esencial de la cultura política y que su ausencia, que implica la presencia de la intolerancia, es un factor determinante en la confrontación y la violencia.

No cabe duda que la tolerancia constituye un elemento esencial de la cultura política y que su ausencia, que implica la presencia de la intolerancia, es un factor determinante en la confrontación y la violencia.

Es claro que tolerancia no significa ni debe significar debilidad ni claudicación, pues no se trata de declinar necesariamente ante los argumentos, acciones o posiciones contrarias a las que nosotros sustentamos, sino la apertura al debate de las ideas, al análisis de los diferentes puntos de vista y al ejercicio del pensamiento crítico.

Tolerancia, cita en una de sus definiciones el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, es el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”.

Se trata esencialmente de respetar los diferentes puntos de vista en todos los ámbitos del quehacer humano, pues en la tolerancia ante las distintas formas de ver, pensar y actuar, se encuentra el fundamento de la libertad, la que el filósofo rumano Emile Ciorán define como “el derecho a la diferencia”.

La historia política de nuestro país ha estado marcada por la intolerancia, la ausencia de la discusión racional y de un diálogo verdadero. Difícilmente en los debates se admite la argumentación y la exposición reflexiva, pues habitualmente, salvo en algunos casos, se discute sobre la base de afirmaciones categóricas, juicios definitivos, frases herméticas, conceptos absolutos e inapelables que se aceptan o se rechazan, se toman o se dejan.

En el diálogo político, en términos generales, solo es posible la sumisión o la confrontación, y generalmente se encubre la incapacidad dialógica con el argumento, que es un autoengaño, que en ese campo no existen los términos medios.

Se aprecia, más de lo debido, la palabra fácil, la respuesta rápida, el doble sentido y el juicio mordaz. Esto dificulta el diálogo verdadero, pues, aunque parezca contradictorio, en ese volátil ejercicio de habilidades inmediatas, se busca la imposición de criterios inamovibles, orientados más a demoler que a convencer, o peor aún, que a ser convencidos.

Se apuesta a la afirmación fácil, aunque sea falsa, a la frase rápida y punzante, aunque sea errónea, al chiste oportuno y a la burla, aunque encubran la incapacidad de respuesta. De esa manera ligera y a la vez categórica se va construyendo un universo de afirmaciones absolutas, un mundo habitado por actitudes autoritarias que bajo todo punto de vista y en toda circunstancia se tratan de justificar.

El riesgo es que ese comportamiento no sirva finalmente, más que para acentuar el autoengaño sobre el cual sustentar la conducta individual y colectiva.

Con tales características no es de extrañar que esas formas de actuar tengan por objeto la violencia o el acomodo, el facto o el pacto, las que transpuestas al escenario de la historia y la política, entretejen el diseño de la realidad nicaragüense y aprisionan en una red de conductas ambiguas de la cual es difícil salir, pues la falta de identidad política de alguna manera refleja la falta de identidad, en general.

Hay que hacer un esfuerzo para superar la intolerancia y las consecuencias que de ella derivan. Es necesaria la cultura de la tolerancia que promueva una actitud más auténtica y genuina. Creo que esto es posible asumirlo como una conducta general orientada de manera más concreta al campo de la política y dirigida, sobre todo, a los jóvenes, a las nuevas generaciones que son el presente y el futuro de Nicaragua.

La cultura política de la tolerancia debe conducirnos a la concertación y esta a la elaboración de un proyecto de nación. En ese marco conceptual, pensamos que en Nicaragua la concertación podrá ser efectiva, si a través de ella se llega a un consenso sobre los principales problemas políticos, económicos y sociales y se cumplen además, rigurosamente, los compromisos adquiridos.
La ausencia de esa actitud tolerante que debe conducir a una nueva cultura política, permitirá que el drama de la historia nicaragüense continúe reproduciéndose indefinidamente, oscilando entre la confabulación y la confrontación.

Si no hay una nueva cultura, la sociedad nicaragüense continuará presenciando, y más que eso padeciendo, las mismas situaciones del pasado con diferentes protagonistas. El acontecer político continuará girando sin avanzar, en un círculo vicioso del cual solo se podrá salir con un cambio cualitativo de carácter general. De lo contrario, seguirán repitiéndose los pactos y las confrontaciones, las rupturas y las restauraciones las que, al fin de cuentas, restituirán las situaciones que se consideraban superadas, de forma tal que el restablecimiento de los cambios producidos, serán, como en El Gatopardo, la práctica adoptada para que todo siga igual.

Los problemas puntuales deben atenderse y resolverse con una visión estratégica que conduzca a un acuerdo integral que haga posible el nacimiento de una nueva sociedad y de un nuevo país.
En ese sentido, es imprescindible alcanzar acuerdos que nos conduzcan a la modernización de la estructura social y política de Nicaragua, al fortalecimiento de la democracia y a la consolidación del Estado de Derecho, mediante la subordinación del poder a la ley.

Esto conlleva la reafirmación de objetivos fundamentales como el de la institucionalidad, la modernización del Estado, el fortalecimiento de la sociedad civil, la alternabilidad en el poder, en fin, conduce al desarrollo de una verdadera cultura política a la vez firme, tolerante y dialógica que permitirá superar el maniqueísmo y la polarización, que son consecuencia, entre otras cosas, de la ausencia de una cultura de la tolerancia.

En esa forma entendemos el ejercicio de la tolerancia y la construcción de una determinada cultura política que debería conducir a la concertación, entendida como un esfuerzo consciente de todos los nicaragüenses para diseñar y construir nuestro país. Esa visión de futuro y ese esfuerzo conjunto y solidario es lo que me he permitido llamar La Nicaragua Posible. Tierra habitable y deseable que todos y cada uno de nosotros podemos construir, con una actitud reflexiva y tolerante, a partir de la cual se reafirmen los valores y principios fundamentales que hacen posible la existencia de una sociedad libre y democrática.

El autor es jurista y filósofo nicaragüense.

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