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Nuestro barrio

Me gusta volver a Masaya que me vio nacer, caminar por la calle Real de mi niñez, pasear por sus parques y vecindarios, asistir a misa en la Parroquia o el Calvario, bailarle a San Jerónimo, aplaudir al San Fernando, saborear un guacalito de atol caliente en una esquina del parque Central, me acerca a aquellos felices tiempos juveniles.

Me gusta volver a Masaya que me vio nacer, caminar por la calle Real de mi niñez, pasear por sus parques y vecindarios, asistir a misa en la Parroquia o el Calvario, bailarle a San Jerónimo, aplaudir al San Fernando, saborear un guacalito de atol caliente en una esquina del parque Central, me acerca a aquellos felices tiempos juveniles.

Poco antes de la mitad del siglo veinte, mi adolescencia transcurría en el barrio San Jerónimo, en los alrededores del parque, después de regresar del colegio Salesiano jugábamos trompo, libre, chonetes con canicas y otros juegos similares.

Las calles no estaban pavimentadas, los teléfonos eran de manigueta y la luz eléctrica no era diurna, venía después de las cinco de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, no existía la televisión ni mucho menos sospechábamos la penetración irrefrenable, pero indispensable de los celulares.

Caminaba al Colegio Salesiano en Monimbó, muchas cuadras, aunque algunas veces me montaba clandestino en el pescante trasero de un coche de caballos que pasaba y al ser delatado a gritos por algún chavalo envidioso recibía dos o tres latigazos del cochero, que me obligaban a bajar.

Mis amigos del parque eran mi primo Miguel Porta y su linda hermanita Teresita fallecida prematuramente, otro primo Nicolás Plascencia Alegría, José Delgadillo, Humberto Corrales, Mundo Vergara, Arturo Velásquez, entre otros vecinos. Ninguno vivía más distante de una cuadra del parque que aún se conserva con similar estructura.

Recuerdo un arbolito de quelite, que lo considerábamos una reliquia, nuestra abuelita la Niña Toña mandaba algunas veces a la cocinera a cortar hojas de quelite para preparar una gustosa comida vernácula llamada ajiaco, elaborada a base de costillitas de cerdo cocidas con naranja agria, sobre un guiso que llevaba cuadritos de maduro y de piña, jocotes, jengibre, pimienta, harina de tortillas, leche y las hojitas de quelite. Una exquisitez que casi nunca he repetido y me gustaría volver a saborear.

Nosotros vivíamos a unos treinta metros del parque. Los vecinos eran a un lado, la familia de don Filiberto Rodríguez y doña Goyita Navarro, una agradable pareja a quienes yo percibía ancianos, ya que sus hijos eran de la edad de mis padres y yo coincidía más bien con los nietos.

La casona aún se conserva, remodelada y bien mantenida, en poder de uno de los nietos, Julio Cuadra, médico quien vive en Estados Unidos y viene para San Jerónimo a ofrecer una concurrida Open House.

Recuerdo que don Filiberto y doña Goyita eran tan gentiles, que al amanecer el 13 de junio, día de San Antonio, onomástico de nuestra abuela, le mandaban a poner una alegre serenata, que inauguraba las festividades de ese excelso día para nuestra familia.

En la otra casa, es decir, en la propia esquina frente al parque vivía la familia Velásquez Ortega. Encantadores vecinos, estirpe numerosa y alegre. Siempre tuve la curiosidad por conocer, sin éxito, los vericuetos de esa casa, ya que no lograba imaginar dónde se acomodaban tantos. Recuerdo a los mayores, Pepe, Virgilio y Amalita Velásquez, solteros, a quienes consideraba los patriarcas de esa casta, Pepe, bromista y juguetón con nosotros; Virgilio de voz ronca, bonachón y caballeroso, lo creía dipsómano quizás erróneamente; y Amalia elegante, paradita y con porte de gran dama, me parecía que iba o venía de algún teatro, o de jugar a las cartas en algún casino.

Luego estaban la Chepita Ortega, mi primera maestra de inglés, y su esposo Miguel Velásquez, a quien recuerdo fumando, vestido de uniforme, pues habían militarizado la empresa aguadora, bajo su dirección.

Finalmente, los menores, Armando Velásquez, hijo de Virgilio, muerto tempranamente, en la adolescencia, no sé o, doctor Carlos Vega Bolaños, y al final mártir, asesinado a sangre frío por la guardia somocista. La Chepita, con su hijo puso una exitosa pastelería en la mera 6ª avenida, centro de Guatemala. Las dos menores, Anita y Esperanza, mis contemporáneas, casi mis hermanas, pues crecimos juntos y nos quisimos desde que tuvimos uso de razón, les decíamos la Anita y la Pachita.

Anita se casó primero con Chale Ramírez y luego con Padilla Pinto, un pelotero panameño del San Fernando y viven en Panamá. Esperanza con el médico Allan Hüeck, amigo de infancia y han vivido en Miami. Como se nota nueve personas, de tres generaciones, conviviendo en una sola residencia, esquinera, para mí su espacio fue siempre un enigma.

En la casa funcionaba la fábrica de gaseosas Chibolería La Mejor de gusto agradable, pero negocio de corta duración. A todos los quise y evoco su memoria con el más grato recuerdo.

Al cruzar la Calle Real está la casona inconclusa de dos pisos del tío Félix Alegría, hermano de nuestra abuela, casado con Evangelina Tífer, matrimonio inagotable, como trece hijos, él finquero y ella apenas tendría tiempo de respirar, siempre criando, falleció joven dejando una larga prole Leticia, Alfonso, Arnoldo, Isabel, Emilio, Carlos, Horacio, Paz, Amelia, Evangelina, Angelita, Ana María y Yelba, gente sencilla, linda y buena que contribuyeron con la ciudad de forma positiva, Amelia, Evangelina y Ana María brillaron como basquebolistas en el primer Fénix, el restaurante de pollos Tip Top fundada por Emilio, con su sobrino Claudio Rosales, Yelba, madre de Emilio Pereira, ministro de Hacienda del Gobierno de doña Violeta.

Ticha la hija mayor asumió la responsabilidad de la crianza de sus hermanos menores. El tío Félix no logró terminar de construir su casa y cien años después permanece en pie, deteriorada, en una de las esquinas más visibles, interesantes y de mayor tránsito de Masaya.

Por economía de espacio no puedo detenerme, en las familias de tres ilustres vecinos en esa misma acera, el patriota Isidoro Díaz y los abogados Hernaldo Zúñiga

Padilla y Antonio Barquero quienes llegaron a magistrados de la Corte Suprema,
cuando esa distinción constituía un honor.

Volvemos a nuestra casa materna, la de Mama Toña, como 30 metros de frente con 4 puertas dobles a la calle y por lo menos 60 o 70 metros de fondo, cuya tapia llega hasta la otra calle, la de las 7 Esquinas; dos grandes patios poblados de frutales entre los que destacaba un frugal mango, delicia de nosotros, en esa casa solariega, de cinco dormitorios nacimos varios descendiente Bermúdez. Vivíamos con la abuelita, sus hijos María Lastenia, la Nena con su esposo Armengol, mis padres, sus dos hijos y el tío Antonio, Toto para nosotros, soltero.

Recuerdo a María Antonia, nuestra prima mayor, sus padres vivieron con nosotros algunos meses y luego se mudaron a la casa siguiente que era de su abuela Juana Tapia, vendida a don Filiberto, luego se fueron al Barrio Loco. Y más tarde nacieron los hijos del tío Antonio, casado con Olimpia Tablada, eran Silvia, Sandra y Alejandro, mis adorables primos hermanos, mi vida misma.

Después de 1940, mi papá Armengol Porta fue Agente del Banco Nacional, nos movimos a una casa de dos pisos en la Calle Pavimentada, frente a la casa del doctor Camilo Jarquín. Abajo funcionaban las oficinas del Banco y nosotros en el resto de la casona, que ahora es un hotel. Se terminó el disfrute de amistades de San Jerónimo y nacieron nuevas relaciones, muy queridos, los cheles Pasquier, a quienes su mamá doña Chepita llamaba mis Reycitos, y nosotros en son de guasa a veces también así les llamábamos, las Jarquín de don Camilo, las Solórzano de doña Clementina, las Sánchez de don Ángel, las Velásquez de don César, los Caldera Pérez de doña Tina, ese era mi nuevo barrio y me sentía a gusto con esa cantidad de vecinos maravillosos.

La calle había sido pavimentada durante los escasos siete meses de la presidencia del doctor Carlos Brenes Jarquín en 1936 y durante varios años fue la única revestida y por eso su nombre.

Mucho ha cambiado y crecido mi Masaya, los vecinos y muchos compañeros nos han precedido y como dice el poeta, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, sin embargo, el recuerdo de esas vivencias y de mis vecinos y seres queridos permanecerá siempre activo en mi memoria.

Cultura

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COMENTARIOS

  1. Mario H. Castellón Duarte
    Hace 8 años

    El artículo está sencillamente muy bonito y bien escrito. Me hace recordar mi Masaya de la década de los 60. Quisiera saber el nombre del autor

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