Ortega no solo ha dado un mazazo a la oposición política y al proceso electoral. Nos lo ha dado a todos y a cada uno de los nicaragüenses. Pues ha terminado de arrebatarnos uno de nuestros derechos ciudadanos más fundamentales: el de elegir, poner o remover, a nuestros gobernantes.
La privación de ese derecho no ha sido parcial. No es que Ortega haya dificultado el proceso electoral. No es que lo haya enturbiado o privado de la necesaria transparencia. Es eso, pero mucho más: es que lo ha destruido total y esencialmente. Encima de imponernos, sin cambio alguno, un Consejo Supremo Electoral (CSE) corrupto y marrullero, autor de fraudes comprobados, y encima de haber prohibido la observación electoral, ahora ha completado el zarpazo sacando de juego a la verdadera oposición, a la fuerza política que sacó, con todo y fraude, el segundo lugar en las pasadas elecciones. Y como broche de oro, ahora, a través de su CSE, ha quitado la diputación a un puñado de valientes a quienes el pueblo eligió como representantes.
No habrá pues elecciones este próximo noviembre. Habrá votaciones, lo cual es distinto. Las elecciones implican, por definición, la capacidad de elegir a quien uno prefiera. Mi derecho como ciudadano no es el derecho a votar sino a elegir. Si se eliminan a los principales contendientes, y si solo es posible votar por quien el sistema dominante prefiere o permite, entonces el derecho, o la capacidad de elegir, se pierde; el proceso queda desvirtuado en su esencia. De elecciones se convierten en votaciones que no eligen y, por lo tanto, en farsa.
Imaginemos por un instante, como mencionó un editorial, que el poder judicial norteamericano, pretextando algún subterfugio, prohibiera la participación del partido demócrata en las próximas elecciones. ¿No sería esto un mazazo demoledor —e intolerable— a la democracia y la libertad de elección?
Algo parecido, pero peor, ha ocurrido en Nicaragua: el PLI de Montealegre era la segunda fuerza electoral, con perfecta capacidad para disputar el poder a Ortega, e incluso con posibilidad de derrotarlo en noviembre si lograba más del 45 por ciento de los votos —asumiendo que estos se contaran honestamente—. Pero ni aún con los dados cargados, ha querido Ortega jugarse el riesgo de ver una fuerte votación opositora y repetir los fraudes. Mejor saca del juego a los verdaderos contrincantes y deja bailar a quienes dejaba Somoza: a los zancudos; a los partiditos colaboracionistas y, en particular al PLC de su aliado Alemán, quien en las pasadas elecciones no logró ni el seis por ciento de los votos, y al nuevo PLI de Reyes.
Vamos pues a la farsa. Los candidatos zancudos lo saben. Saben que no habrá sorpresas. Que el resultado está fijado de antemano. Que perderán las votaciones (no las elecciones), y que recibirán, como sabrosa compensación, el número de curules que el partido dominante considere adecuado para aparentar legalidad. Se conformarán con eso. Son por tanto cómplices, coautores de una maniobra sucia y comparsas de un golpe brutal al sagrado derecho de elegir. Algunos de ellos alegarán, quizás de buena fe, la conveniencia pragmática de participar, pero el hecho objetivo, que cuenta, es que sus actuaciones, lejos de servir para salvaguardar espacios de democracia, servirán, pero para que el régimen trate de propalar, nacional e internacionalmente, la gran mentira de que respeta el pluralismo.
¿Qué alternativa nos queda a los nicaragüenses que hemos sido privados de nuestro derecho a elegir libremente? ¿Avalaremos el engaño, depositando votos que no eligen, o manifestaremos con nuestra ausencia que somos un pueblo con dignidad, que rehúsa las farsas?
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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