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Stephen Kinzer

Dinastías peligrosas

Las dinastías políticas tienen un atractivo romántico, pero no para la mayoría de las personas que viven bajo sus regímenes. Regímenes de hierro como los del Shah Reza de Irán y Papa Doc Duvalier en Haití, colapsaron cuando sus hijos demostraron su incapacidad para manejar lo heredado. En algunos países como Egipto y Yemen, poblaciones enteras se rebelaron cuando presidentes trataron de dirigir a sus hijos al poder. Dinastías sobrevivientes como la de Corea del Norte y Arabia Saudita son modelos de lo terrible que resulta ese sistema.

En el hemisferio occidental, la dinastía de la familia Somoza fue la más prolongada y sangrienta, a través de esta gobernaron Nicaragua por casi medio siglo. Ahora, un nuevo régimen familiar está emergiendo en América Latina. Asombrosamente —o tal vez predeciblemente— está ocurriendo otra vez en Nicaragua.

El presidente Daniel Ortega ha anunciado que su esposa, Rosario Murillo, quien ha estado cogobernando el país por años, será su compañera de fórmula en las elecciones de noviembre. Una vez más, Nicaragua está cayendo bajo el poder de una sola familia.

Muchas mujeres han ayudado a sus esposos a gobernar. Entre ellas titanes históricas como la emperadora bizantina Teodora, primeras damas como Dolley Madison y la rumana Elena Ceausescu, así como figuras de ficción como la manipuladora Claire Underwood de House of Cards, con quien Murillo ha sido comparada. Esta, sin embargo, será la primera vez que un presidente en funciones elige a su esposa como vicepresidenta. Es un gigantesco paso atrás para Nicaragua. Para Latinoamérica es un deprimente punto de referencia, una señal de que la región no ha logrado superar sus excesos políticos barrocos.

También marca un nuevo triunfo para una extraordinaria mujer que hizo hace casi 20 años un frío cálculo político. En 1998, la hija de Murillo, Zoilamérica, reveló que su padrastro había abusado de ella por nueve años, comenzando cuando tenía 11. Esto dejó a su madre con una dura elección. Ella podría haberse hecho del lado de su hija y haber denunciado a Ortega, lo que probablemente habría destruido su carrera política.

La alternativa fue rechazar los cargos, que evidentemente ella sabía que eran verdad y llamar a su hija una mentirosa. Un camino podría haberla guiado hacia el fin de su vida pública. El otro la hubiera hecho más poderosa. Ella decidió apoyar al torturador de su hija, en vez de a su hija.

Desde el principio, ella entendió que tenía una carta alta por jugar. Si su esposo —estaban casados desde 2005— alguna vez la desafiaba o traicionaba, ella podía arruinar su vida con declarar que, después de todo, él es un violador de niños.

Ortega ya ha ajustado la Constitución nicaragüense para permitir su reelección permanente. El mes pasado él arregló la expulsión de todos los diputados opositores de la Asamblea Nacional. Sus partidos tienen prohibido presentar candidatos a las próximas elecciones. Eso vino a cerrar gran parte de los espacios políticos que quedaban en Nicaragua. También asegura que la boleta de esposo-esposa ganará. El plan de la familia es la dinastía clásica: Ortega se va a retirar o renunciar y dejará la Presidencia a su esposa. Uno de sus hijos, Laureano Ortega, aparentemente se está preparando para llevar la antorcha del liderazgo familiar a una nueva generación.

Daniel Ortega ayudó a guiar la revolución sandinista que emocionó al mundo. Mucho de este atractivo fue basado en el hecho de que el enemigo era un régimen dinástico. Anastasio Somoza García se hizo con el poder absoluto en 1936, tras arreglar el asesinato de su mayor rival. Después de su propio asesinato 20 años después, su hijo mayor lo sucedió. Luego su hijo menor se hizo cargo.

Esta sucesión corrupta repelió al mundo y contribuyó con un amplio apoyo a los rebeldes sandinistas tanto en Nicaragua como en el exterior.

Podría sonar extraño, aun para los estándares del realismo mágico de las dictaduras latinoamericanas, que un líder que llegó al poder por el derrocamiento de una odiada dinastía, pueda tratar de establecer una dinastía para él mismo. De hecho, tiene un perfecto sentido. En la deformada cultura política nicaragüense, jóvenes matones callejeros como Daniel Ortega solo tenían un modelo político: la dinastía de los Somoza. Lo odiaban, pero era la realidad política dominante. Ortega es ahora la epítome de los que una vez él se rebeló. Él está llevando a Nicaragua de regreso al pasado.

En ningún lugar de la tierra el ciclo de intervenciones norteamericanas y rebeliones nacionalistas es más vívido que en Nicaragua. En 1909, el presidente William Howard Taft decidió que el Gobierno de Nicaragua no era lo suficientemente sumiso y dirigió su derrocamiento. Eso llevó a una rebelión tras otra. Marines estadounidenses ocuparon Nicaragua por más de 20 años. Cuando los americanos finalmente se fueron, ellos dejaron al general Somoza en el poder, confiados de que él sería capaz de dirigir el país en nombre de Washington. Él lo hizo, por 45 años hasta la revolución de 1979. Ahora Nicaragua está reclamando su título como el campeón del hemisferio en tiranías familiares.

Moldear un régimen nicaragüense después de la dinastía somocista podría parecer atractivo, ya que los Somoza retuvieron el poder por tanto tiempo. Aun así, su mandato terminó en una sangrienta derrota. Los regímenes dinásticos solo pueden terminar de esa manera, porque ellos no dan oportunidad a un cambio pacífico. La permanencia en el poder de los sandinistas está cimentada por el patronato, el prebendarismo y el apoyo del sector empresarial. Conforme se intensifique la represión, alianzas como estas pueden separarse repentinamente, y algunas veces violentamente. Murillo no es popular entre los militantes sandinistas y la vieja guardia. Nicaragua tiene una profunda memoria histórica de los males que los gobiernos dinásticos pueden traer. Su empobrecido país ya conoce de sobresaltos. Muchos más nos esperan.

El autor es miembro Senior del Instituto Watson de Estudios Internacionales de la Universidad de Brown. Fue corresponsal de The New York Times en Nicaragua y es autor del libro Blood of Brothers, life and war in Nicaragua. Este Artículo fue publicado en el Boston Globe y es reproducido por LA PRENSA con autorización del autor. Traducción de la periodista Rezaye Álvarez.

Opinión Daniel Ortega dinastías archivo
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