Si de algo estaba seguro José Marcel Sánchez, de 31 años, era que quería ser microbiólogo. Y como no encontró esa carrera en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-León) decidió estudiar Bioanálisis Clínico. En sus años como universitario fue, como dirigente estudiantil, un destacado alumno. En clases siempre se le veía participar y si no entendía algo no dudaba en preguntar. No temía a lo que pensaran los demás.
Cuando terminó su carrera comenzó a trabajar en el Ministerio de Salud (Minsa). Ahí desarrolló, junto con otros científicos, una prueba rápida para diagnosticar la leptospirosis. Y al ver su desempeño, el doctor Alcides González, director del Centro Nacional de Diagnóstico y Referencia Nacional de esa época, le habló sobre la oportunidad de irse a Estados Unidos (EE.UU.) a estudiar una especialidad en Biología Molecular. Sánchez no lo pensó dos veces y antes de darse cuenta estaba alistando equipaje, pues estaba seguro que la beca era suya.
Al llegar a la Universidad de Washington, en Seattle, en el 2008, se dio cuenta de dos cosas: primero, que la beca no era suya, y segundo, que había solo dos cupos y doscientos aspirantes de todo el mundo.
Él estaba seguro de su formación académica hasta que escuchó a los otros aspirantes participar en clase y quedó boquiabierto. En ese momento comenzó a frustrarse y cayó en depresión.
“Cuando conocí a estos sujetos yo los miraba tan inteligentes que honestamente caí en depresión. Sentía que era una cucaracha, porque (ellos) eran demasiado brillantes”, confiesa Sánchez, ocho años después. “Nunca en mi vida me había dado pena preguntar algo y ahí me daba pena, porque me sentí como un ignorante y eso fue triste. Venís acostumbrado a que todo mundo piense que sos una persona buenísima en lo que hacés (…) y cuando llegás y te medís con los buenos de verdad, te das cuenta que sos gato y el gato solo sabe decir miau”, se lamenta.
El plan maestro
Entre los aspirantes a la beca conoció a un peruano llamado Segundo León. Ellos eran los únicos latinos y ambos estaban de acuerdo en algo: los otros estudiantes les llevaban ventaja. Así que tenían dos opciones: regresarse a sus países o intentar ganar un cupo.
Ellos decidieron intentarlo, pues como dice Sánchez: “Si me van a matar que me maten con las botas puestas”. Así que crearon una rutina de estudio y de lectura para alcanzar la ventaja que los otros tenían.
El plan era simple: debían despertar a las 2:00 de la madrugada y comenzaban a leer. A las 6:00 a.m. preparaban el desayuno y el almuerzo, se iban en transporte público hasta el instituto y ahí trabajaban en su proyecto de investigación hasta las 3:00 o 4:00 de la tarde. Después se iban al Tap House, un lugar donde ofrecían más de trescientas cervezas de varias partes del mundo, y tomaban cuatro o cinco cervezas cada uno y luego regresaban al dormitorio para descansar. Al día siguiente hacían lo mismo y el siguiente a ese también.
No había día que no fueran a probar las cervezas. Ellos bromeaban entre sí al decir que si no ganaban el cupo por lo menos habrían probado todas las cervezas que pudiesen. Y fue ahí cuando Sánchez descubrió el mundo de la cerveza artesanal y pensó, vagamente: “Algún día voy a tener la mejor cervecería de Nicaragua”.
Para su sorpresa la rutina les funcionó. Pasaron el primer filtro y el nica le dijo al peruano que dejaran de ir a probar cervezas, que más bien ocuparan ese tiempo para estudiar más y él le dijo: “Nica, yo he aprendido que cuando algo te va bien, seguí haciendo lo mismo”, así que continuaron yendo por las tardes al Tap House, sin falta. Al final, ambos ganaron los únicos dos cupos de la beca.
De regreso en Nicaragua
“El Nica”, como lo llamaba su amigo Segundo, se graduó de biólogo molecular al cabo de cuatro años y aunque le propusieron quedarse a trabajar en EE.UU., decidió regresar a su país natal. Él planeaba continuar en el Minsa, pero las cosas cambiaron durante su ausencia y quedó desempleado.
“Quedé desempleado, sin dinero y con una situación familiar muy severa —su papá se había enfermado del corazón—. Busqué empleo en varias empresas y no me contrataron porque estaba sobrecalificado, así que terminé trabajando en un call center”, narra Sánchez.
En ese momento decidió crear su laboratorio, pero para lograrlo necesitaba fondos y ningún banco quería prestarle. En varias ocasiones le dijeron que no, pero él seguía insistiendo. Lo intentó tantas veces que al final le dijeron que solo si lograba demostrar que era capaz de percibir tres mil dólares al mes podrían autorizárselo.
“Como no era necesario que el dinero estuviera ahí todo el tiempo, ahorré mil dólares y busqué amigos que trabajaban en universidades o instituciones donde sabía que me podían dar una constancia y los buscaba todos los meses. Los llevaba al banco y les decía: ‘Depositame estos mil dólares y en concepto ponés: honorarios por consultoría’. Sacaba los mil dólares y buscaba a otro amigo para que me los volviera a depositar y así lo hice cuatro veces al mes, durante seis meses”, confiesa.
Cuando volvió al banco y vieron que efectivamente tenía el flujo de dinero que le pedían, no hubo más excusas y le dieron el préstamo para crear su primera empresa. Al inicio fue un laboratorio pequeño, pero con el tiempo se volvió rentable. Sin embargo, Sánchez seguía con la idea de fabricar cerveza artesanal y nadie le sacaría eso de la cabeza.
“Estaba con mi cuñado, Eduardo Mendieta, en una barbacoa familiar, y él quería ser mi socio en el laboratorio y yo le dije: ‘Si querés ser mi socio, lo vas a ser en este proyecto que tengo’ y él me preguntó ‘¿qué cosa es?’ Y yo le dije: ‘Es hacer cerveza’”, recuerda entre risas.
Meses después ambos estaban en la cocina de su casa haciendo cerveza artesanal. Ahí nació su compañía de cerveza, que ahora se vende a nivel nacional y goza de cuantioso éxito (se vende en más de 100 locales de Nicaragua).
“La verdad es que yo nunca pensé que iba a dedicarme a hacer cerveza, como buen microbiólogo sabía de qué estaba hecha, pero mi sueño era dedicarme a hacer ciencia”, agrega Sánchez, mientras sorbe un trago de su cerveza.