Uno de los pilares de la democracia republicana es que el poder reside en los ciudadanos, quienes lo expresan mediante el voto, con el que delegan a sus representantes para la administración del Estado y aprueben las leyes necesarias para el desarrollo de la sociedad en un ambiente de seguridad y paz.
Otro de los pilares es el respeto al Estado de Derecho, muy apegado a la noción de que nadie está por encima de la ley.
Por razones de espacio y porque no son necesariamente pertinentes a este Editorial, no mencionaremos los otros pilares de este sistema, basta con decir que, desgraciadamente, todos son frágiles, y todos deben ser respetados para que el sistema funcione correctamente. Es por esa fragilidad que los ciudadanos que viven en una democracia republicana deben ser celosos ante las amenazas que constantemente surgen en contra de ellos.
Una democracia republicana es fuerte si los políticos están claros que las decisiones de los votantes, expresadas libremente, son de obligatorio cumplimiento.
Un político que solo respeta y está de acuerdo con la decisión de la ciudadanía cuando le favorece, no puede ser considerado un demócrata y por tanto es una amenaza para el sistema.
A la mente del lector puede venir lo expresado por el candidato presidencial republicano Donald Trump en la recta final de la campaña en Estados Unidos, quien en una actitud infantil está poniendo en tela de juicio el sistema electoral y repite constantemente, sin presentar prueba alguna, que “el sistema (electoral) es corrupto”. Y para colmo de la falta de seriedad, afirma que aceptará los resultados “si él gana”.
Incluso una democracia tan sólida como la norteamericana, con 240 años de existencia, se puede ver debilitada o fuertemente dañada por tales afirmaciones, en particular si provienen del candidato de uno de los principales partidos políticos de ese país, la primera economía del mundo.
Es por lo escandaloso de la declaración que incluso el Comité Nacional Republicano y hasta el compañero de fórmula de Trump, el gobernador de Indiana, Mike Pence, han dicho que reconocerán los resultados.
Pero si semejante irresponsabilidad, que hasta el momento no ha pasado de una declaración, ha puesto en alerta a la democracia estadounidense, cuando ya se pasa a los hechos, a desconocer la voluntad popular y el Estado de Derecho, entonces ya se pasa a la destrucción del sistema, y es lo que ha sucedido en Venezuela.
Durante 15 años el chavismo respetó los resultados de las elecciones en Venezuela. Los respetaba porque ganaba. Es cierto que el chavismo no era ejemplo de democracia en muchos aspectos, pero se debe admitir que al menos hasta diciembre del año pasado respetó los resultados, cuando la oposición ganó 112 de los 167 escaños. Sin duda una paliza para los chavistas que ya para entonces habían perdido el liderazgo carismático de Hugo Chávez y los fabulosos precios internacionales del petróleo que eran la base para el despilfarro que destruyó la economía de ese país.
Con esa derrota, el chavismo se dio cuenta que iba de salida y desde entonces bloquea a la Asamblea Nacional mediante artilugios, que ahora llegan a violentar la Constitución Política al posponer las elecciones en las 23 gobernaturas que deberían realizarse este diciembre y han detenido el proceso de convocatoria del referendo revocatorio.
La actitud del presidente venezolano, Nicolás Maduro, es dictatorial. No se puede ser demócrata solo cuando se gana. Y con esa actitud que fomenta el caos político Maduro está llevando a ese pueblo al conflicto social, que desgraciadamente también es alimentado por el desastre económico en el que la irresponsabilidad del “socialismo del siglo XXI” ha sumido a Venezuela.
