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Óscar Castillo Guido

El antivalor de la corrupción

Sabemos que existe, pero en cada acto tratamos de justificarla, conocemos sus causas, y no reaccionamos para combatirla y lo más preocupante es la forma en que se relaciona para construir un modo y estilo de vida. Por lo que no puede seguirse negando tal fenómeno, este vicio que corrompe sociedades y destruye sistemas tiene por nombre “corrupción”.

La corrupción ha sido uno de los principales impedimentos para el desarrollo de la actividad democrática de un país, lo anterior, por sus efectos nocivos en el fortalecimiento institucional y en el crecimiento económico. Sin embargo, durante la última década en la opinión pública nicaragüense, pareciera, ha existido cierta tolerancia a la corrupción de las autoridades a cambio de aceptar un gobierno considerado idóneamente eficiente en los asuntos de la economía pero no así en el de la institucionalidad democrática, la legalidad y el Estado de Derecho.

Es probable de hecho, que para la mayoría de personas, los actos de corrupción sean siempre relativos, es decir, que dependen del momento en que se producen por medio de las personas que los realizan y dentro de ellas, las condiciones en que surgen.

Esto sucede frecuentemente en contextos sociales, como el nuestro, en donde las condiciones para que se relacionen los ciudadanos con los poderes públicos no se han caracterizado precisamente por su apego a la legalidad. En esos casos se produce una comprensión muy débil de la legalidad, y no es posible contar con asideros firmes para identificar un acto de corrupción y mucho menos para castigarlo.

La corrupción como fenómeno no solo acarrea costos de carácter monetario, sino como en nuestro país, hay altos costos sociales, políticos y jurídicos. Incluso a veces suelen producirse o existir acontecimientos de corrupción aun cuando se cumplan estrictamente con las disposiciones que marcan las normas jurídicas: en este caso se es “implacable” con el adversario a quien le aplico la ley en todo su rigor.

Es necesario conocer y denunciar la corrupción, localizarla, medir su extensión, identificar sus causas, encontrar las áreas de riesgo que permiten su reproducción; solo así se podrá traducir la indignación que causa en una estrategia exitosa para combatirla.

El acto de corrupción en sí no supone un costo muy grande para la sociedad en su conjunto; no obstante, cuando se generaliza e institucionaliza, la corrupción desplaza recursos, corrompe al poder y termina con la institucionalidad y la legalidad de un país.

En una sociedad democrática y que se conforma por un estado de derecho, las actuaciones de la administración pública no versan solo entre la relación de los particulares con el Estado y el Gobierno, sino debería centrarse en la verdadera actuación de los servidores públicos y en el cumplimiento eficaz de los objetivos de las instituciones que representan.

Si bien es cierto que la corrupción pareciera una epidemia que cada vez envuelve a más personas, no debemos dejar de lado que también esta enfermedad conlleva a un retraso en el desarrollo de nuestro país. El denominar a este problema como viable no significa que esta gran labor sea sencilla. Tratar la corrupción no es nada fácil pero nadie dice que no sea imposible enfrentarla y vencerla.

Podemos ser un país cambiante, nadie nos prohíbe no serlo, todo dependerá de renovar nuestras formas de pensar, de romper el miedo, denunciarlo y atacarlo y con ello modificar e incidir en cambiar los senderos del actual sistema de corrupción.

El autor es jurista.

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