14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.
FABIAN MEDINA

El barbudo de Masatepe

Roberto Sánchez Ramírez, el hippie barbudo que llegó a Quilalí presentándose como primo de mi madre, ejerció en mí una fascinación.

En 1972, aproximadamente, yo era un niño de seis años, cuando a mi casa en Quilalí llegó un personaje extraño.

—Él es el tío Roberto— lo presentó mi mamá, mientras, como es costumbre en los pueblos, le ofrecía comida y le arreglaba un espacio para dormir detrás de un biombo donde el extraño personaje tiró su mochila polvosa por tantas horas de camino.

Nunca había visto un personaje tan extraño. De larga y desordenada barba y melena, calzaba unas sandalias hechas con suelas de llantas de camión y vestía pantalones de azulón que hasta ese momento yo no conocía. Había llegado a Quilalí junto con un grupo de hippies para protestar contra una concesión maderera que había otorgado Somoza en la ribera del río Coco.

—¡Es una barbaridad! ¡Cómo van a despalar a la orilla del río!— le oía decir en las conversaciones con mis padres, en la que entremezclaban recuerdos familiares y del lejano Masatepe, donde tanto él como mi madre habían nacido.

Roberto Sánchez Ramírez, el hippie barbudo que llegó a Quilalí presentándose como primo de mi madre, ejerció en mí una fascinación como la que el gitano Melquiades provocó en José Arcadio Buendía, en el Mancondo de Gabo. Aprovechaba cada momento que podía para oír sus conversaciones, lo aturdía con preguntas y alguna vez lo acompañé a la plaza del pueblo, desde donde me señaló un cerro:

—Ese de ahí es El Chipote. Ahí era el cuartel de Sandino— explicó sin que yo supiera mucho de qué me hablaba.

Y el mismo Roberto contó la historia tiempo después en un artículo sobre Pedrón Altamirano que publico en LA PRENSA: “Desde la plaza de Quilalí se mira imponente el cerro El Chipote, donde tuvo su principal campamento el general Augusto C. Sandino. La primera vez que miré el histórico sitio fue a inicio de 1970, acompañado de un niño, desde entonces preguntón, curioso y medio gruñón, pantalón corto y calzado con botitas llamadas burritos, Fabián Medina Sánchez”.

Años más tarde, ya adulto, me volví a encontrar con Roberto, ya sin barba ni chinelas de llantas de camión, pero con su embrujo intacto. Se había hecho periodista, sandinista, militar e historiador. Nunca lo vi de político y siempre tuvo don para relacionarse con cualquier persona, independientemente de la cancha política en la que jugara. Hicimos amistad porque se volvió un personaje imprescindible en la redacción de LA PRENSA. Siempre le consultábamos y siempre estuvo dispuesto para orientarnos.

Recordaba su visita a Quilalí con una memoria increíble  y no escatimaba detalles para describir aquel “niño chelito, pelón, de pantalón chingo y zapatos burritos” que lo fustigaba con preguntas. “Desde chiquito Fabián fue bien preguntón”, solía decir. Y, para mi tormento, no dejaba de contar, una y mil veces, una anécdota vergonzosa que según su memoria sucedió conmigo.

Roberto Sánchez había llegado al pueblo con una novia, una linda muchacha de pelo largo y diadema de florcitas. Recuérdese que uno de los eslóganes hippies era “hacer el amor y no la guerra”. Y en una de esas estaba cuando dice que vio por encima del biombo un mechón de pelo rubio y unos ojos como platos viéndolos. “Fabián fue bien precoz. Preguntón y sexualmente precoz”, contaba entre carcajadas a quien podía. La verdad no recuerdo ese episodio, y al principio creí que lo había inventado para hacer el chiste y burlarse de mí, pero lo contó tantas veces tan convencido que ahora estoy seguro que lo daba por cierto y hasta a mi me ha hecho dudar de si existió o no. En mi defensa solo podría decir que a los seis años no recuerdo haber tenido malicia sexual alguna. Eso vino varios años después.

La anécdota del biombo, que siempre hacía reír a todos en Redacción de LA PRENSA, la oí por última vez hace unas semanas, cuando con un grupo de compañeros de trabajo fuimos a visitar a Roberto a la sala del hospital donde convalecía. Tenía años de luchar contra el cáncer y en lugar de encontrar a un hombre abatido por la enfermedad encontré a uno desbordante de optimismo. Quería seguir escribiendo, quería contar al mundo cómo estaba viviendo en paz esa etapa de su vida y quería agradecer a todos aquellos que le habían ayudado. Lamentaba no poder moverse con normalidad, pero no perdía su sentido del humor, y por supuesto, volvió a contar el chiste del biombo a mis acompañantes sin importarle que ya lo hubiesen escuchado tantas veces.

Columna del día

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí