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Bolívar González

LAPE

Hijos de la guerra. Cuentos de Bolívar González

Una muestra de los cuentos de Bolívar González, relatos que transitan entre la cotidianidad de personajes comunes y extravagantes, en ambientes de soledad y marginalidad, como una especie de radiografía social nos muestra parte de sus historias de pronta publicación.

1

En la pequeña estación del tren había poca gente. Se miraron y entendieron que eran semejantes. Carlo tendría unos 40 años, vestía de negro, muy elegante con una chaqueta de corduroy negro, camisa y pantalón de seda negro. Era muy bello, alto, delgado y de ojos verdes como el mar. Juan era su opuesto, de jeans negros rotos, muy delgado, demacrado y con ojeras alrededor de sus ojos negros, con el pelo pintado de azul. Se sentó en el asiento opuesto al de Carlo, el vagón estaba vacío, se saludaron. La maquina se movió con un sonido lúgubre, los carteles de No Fumar llenaban el vagón. Carlo pensó que hace 20 años se vestía así en una Barcelona libre ya de la dictadura. Sonrió y el joven creyó que era a él y se sentó a su lado, despreocupado. Hola, le dijo, ¿de dónde sos? Soy catalán contestó ¿y tú? Soy puro tico, contestó Juan, se estrecharon las manos y una corriente de energía los tocó. Me llamo Juan ¿y vos? Dijo, Carlo amablemente. ¿Vas a Cartago? preguntó Juan, sí respondió Carlo, voy a la Basílica, yo también le dijo Juan, tengo una promesa que cumplir. Me dijeron que es una belleza, dijo Carlo. Sí, respondió Juan y habló con todo su corazón, sabes mi madre está enferma, tiene cáncer, y vengo a pedirle a la Virgen de los Ángeles que la ayude. Su rostro ensombreció. La noche caía en medio de cafetales y casas grandes. El tren seguía su marcha lentamente, entre brumas. Carlo dijo, lo siento, que sufra la quimio y todo eso. Te entiendo, yo tengo sida, dijo Carlo. ¿Eres gay? preguntó Juan, sí respondió el catalán, callaron un momento y se miraron a los ojos. Yo soy hetero, dijo Juan, pero tengo amigos gay. Hacía frío y el tren rompía la neblina y la llovizna. Llegamos, dijo Juan, escondiendo su tristeza. Admiraron la Basílica del siglo pasado con sus colores terracota y blanco, un haz de luz la iluminaba y le daba un aire místico. ¿Te molesta que te acompañe? preguntó el joven, no, al contrario, respondió el catalán, entraron a la Basílica en silencio, Juan lloraba quedamente. Carlo también lloraba sintiendo que su verdad estaba ahí con la Virgen y ese joven. Habló bajo y le acarició el cabello, no sufras, dijo tocando dulcemente el cabello azul mojado. La Virgen nos sanará a todos, dijo el muchacho. Se arrodillaron frente al altar y oraron. Salieron de la Basílica, todavía llovía, abrázame, dijo el joven y ellos se abrazaron con una dulzura de años. Lloraron sabiendo que era el final de su encuentro. Me voy, mi madre me espera, dijo enjugándose las lágrimas, estará bien dijo Carlo, todos sanaremos, dijo Juan y se alejó. Se despidió con un beso al aire y Carlo caminó lentamente al tren.

4 de febrero de 2016

Boliovar2

2

Andrei (sí, como Andrei Rubluiv) era un fotógrafo joven, barbudo, rubio, de ojos azules, que había llegado del extranjero cargando una mochila y su cámara fotográfica, caminaba absorto en la belleza del lago turquesa, vistiendo unos shorts viejos y unos zapatos de lona desteñidos, mesaba su barba y caminaba encorvado de tan enjuto que era. Cargaba además sus penas y pecados. Fotografiaba a los campesinos indígenas en sus faenas y mientras estos bebían aguardiente de caña, le ofrecieron de beber y él aceptó. Fotografió a los indígenas y estos le decían que su alma iba escondida en las fotos y que él tenía la responsabilidad de tomar fotos antes que llegaran los demonios con el fuego. Una tarde se metió al lago a fotografiar las hojas en el agua y vio a la india que cargaba una tinaja, era morena de pelo negro y ojos profundos, él le sonrió y ella no hizo caso. Él se acercó y le preguntó: ¿cómo te llamas? Nikté, dijo ella. ¿Te tomo una foto?, preguntó temblando él. Ella asintió y él le tomó una foto tomando agua del lago y sintió su corazón palpitar. Ella vestía un huipil blanco, bordado con flores y aves. Sus cabellos negros caían hasta la espalda. Él sintió que el alma de ella entraba en su alma. El sol brillaba sobre el lago verde y tenía un algo de premonitorio. Solo se escuchaban las aves y él pensaba en Dios. Se enamoró de ella y de su sonrisa. Caminaron juntos por el sendero que llevaba a la casita de ella. Los niños se agruparon a su alrededor y lo tocaban a él y reían, ella les decía algo en su idioma y los niños se alejaron. Andrei decidió quedarse a vivir en la aldea, todos lo aceptaron y encontró una familia que lo cuidaba como a un hijo; él se vistió como ellos, con huaraches, pantalón azul y cotona de algodón. Salía con los hombres a cazar, siempre cargando su cámara. Por las tardes esperaba a Nikté en el lago y le ayudaba a cargar la tinaja con agua. Se casaron a los seis meses, eran felices, solo las lechuzas parecían presentir la tragedia. La fiesta fue inolvidable. A los 9 meses nació el niño, le nombraron Zazil, toda la aldea pasó a verlo y le dejaban regalos. Una noche que todos dormían, se escuchó una explosión y luego humo y fuego, y seguían las explosiones, llegaron los jeeps repletos de militares y encerraron a las mujeres, niños y ancianos en la capilla mientras entre gritos subían a los hombres a los camiones, le prendieron fuego a la iglesia y solo se escuchaban gritos de muerte. Andrei y Nikté escaparon por un sendero escondido y cargaban la cámara y fotos y a Zazil. Llorando caminaron hasta lo alto y mientras amanecía vieron el fuego en el pueblo. Llegaron a la ciudad y fueron a la policía a denunciar la masacre, los amenazaron. Entonces Andrei tomo la decisión de regresar a su país con Nikté y Zazil. Allí publicó las fotos, crearon una comuna de artistas exiliados y construyeron sus casas como sus ancestros. En la pared de la casa de la comuna colgaron los retratos de los ancestros, los niños crecieron escuchando la historia de sus abuelos y el lago y los hombres malvados, los demonios. En las noches de luna llena Andrei y Nikté escuchaban las ocarinas de sus abuelos y oraban.
10 de febrero 2016

Cultura Bolívar González Cuentos Nicaragua archivo

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