Al dictador Anastasio Somoza Debayle, quien subió a la presidencia de Nicaragua como resultado de las elecciones irregulares de febrero de 1967 (después de la matanza del 22 de enero) y se reeligió en la farsa electoral del 1 de septiembre de 1974, el doctor Pedro Joaquín Chamorro Cardenal y LA PRENSA lo llamaban “titular del Ejecutivo” porque no era un legítimo presidente constitucional.
El 10 de septiembre de 1974, en un editorial titulado Cuentas claras y conclusión evidente, el doctor Chamorro Cardenal señaló que “El gobierno surgido de la pasada ‘elección’ (o sea la farsa electoral del 1 de septiembre de ese año) no tiene origen legítimo y quien sea designado por el Tribunal Electoral para presidirlo —si conserva algún amor a su Patria— debe de renunciar”.
El 15 de noviembre del mismo año, en otro editorial titulado El significado de la impugnación, el director de LA PRENSA razonó que “el pueblo nicaragüense no puede aceptar como constitucional al régimen salido de la alquimia impura y brujulera del primero de septiembre… El gobierno surgido de la mascarada septembrina no puede tener los atributos de gobierno legítimo y constitucional…”
El dictador Daniel Ortega ha hecho ahora lo mismo que hizo el dictador Anastasio Somoza Debayle en 1974, es decir, ha impuesto su reelección para un nuevo período presidencial mediante una farsa electoral. De modo que así como en aquel entonces LA PRENSA no llamaba presidente constitucional de Nicaragua al dictador Somoza Debayle, porque no lo era, esta vez tampoco podemos llamar presidente legítimo a Daniel Ortega. Y por la misma razón tampoco podemos reconocer y llamar vicepresidenta legítima a la señora Rosario Murillo de Ortega.
Después de que en 2011 Ortega se reeligió para un nuevo período presidencial, violando por medio de una sentencia espuria de la Corte Suprema de Justicia la disposición constitucional que prohibía su reelección, LA PRENSA no lo reconoció como presidente constitucional de Nicaragua y lo llamó más bien, “presidente inconstitucional”.
En el 2014 Ortega eliminó de la Constitución la prohibición de la reelección presidencial establecida por la reforma constitucional republicana de 1995. La Constitución fue ajustada al supremo objetivo político del dictador Ortega, cual es mantenerse en el poder mediante la reelección consecutiva e ilimitada y heredar el poder presidencial a su consorte y sus hijos.
Por esa reforma, la Constitución de nuevo ya no prohíbe la reelección y por tanto no cabe seguir calificando a Ortega como presidente inconstitucional. Pero tampoco podemos ni debemos reconocer que su presidencia goza de legitimidad, porque habiendo surgido de una farsa electoral “no puede tener los atributos de gobierno legítimo y constitucional”, para decirlo con las palabras del doctor Chamorro Cardenal.
De manera que a partir de este 10 de enero de 2017 estamos llamando y llamaremos al señor Ortega y su esposa, presidente y vicepresidenta designados por el Consejo Supremo Electoral. Esto es lo que corresponde en estricto derecho y a lo que obliga el decoro cívico, de acuerdo con el principio republicano esencial de que todo gobierno que no provenga de la voluntad popular expresada en elecciones libres, competitivas y transparentes, es una impostura y carece de legitimidad.