En una habitación del Hospital General de Massachusetts, una paciente que sufre de un tumor pélvico espera junto a su esposo al cirujano que la operará. De pronto, entra en la habitación una mujer delgada, ojos claros, cabello corto, vestida con un pijama de médico. Sin que ella diga una palabra, el esposo de la paciente le dice: “Puede regresar más tarde a limpiar el cuarto, estamos esperando al cirujano”. La mujer obedece sin protestar y dos horas más tarde regresa a la habitación y se presenta. “De hecho esto va a ser una conversación incómoda, pero resulta que yo soy el cirujano que está a cargo de su esposa”.
Marcela Del Carmen es una nicaragüense que emigró a Estados Unidos junto a su familia en 1979, en busca de la estabilidad política y económica que en ese tiempo su país no les ofrecía. Tenía 10 años y entre los cambios drásticos que sufrió —llegar a un país al que no conocía, sin saber el idioma—, el sueño de ser médico, que nació junto a su abuelo en las calles de Jinotepe, se mantuvo vivo. Hoy, 38 años después, es la directora del hospital afiliado a la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, en Boston, donde una vez fue discriminada por ser latina.
“No recuerdo haber querido estudiar o ser otra cosa fuera de médico”, dice con orgullo vía telefónica desde la ciudad más grande de Massachusetts, Estados Unidos.
Infancia de transiciones
En junio de 1979, el matrimonio Del Carmen-Amaya salió de Nicaragua en busca de un lugar donde sus tres hijos, Alejandro, Marcela y Mauricio, pudieran crecer en paz. Se fueron a Seattle, en el noroeste de Estados Unidos, y ahí se toparon con uno de los primeros cambios: el idioma.
“A los 10 años me tocó empezar el colegio sin hablar una gota de inglés. Yo sentía cómo mis papás estaban haciendo un gran sacrificio para sacarnos de un entorno de la guerra y obviamente uno tiene que ajustarse al cambio que le toca vivir”, explica.
Seis meses después se mudaron a Guatemala, porque su papá tenía familiares allí. A esa edad, Marcela estaba en una etapa llena de cambios físicos y la inestabilidad en la que estaba viviendo le era difícil, pues no solo se trataba de conocer nuevas personas sino acostumbrarse a países totalmente distintos.
Sin embargo, la situación política de ese país empeoró y año y medio después regresaron a Nicaragua. Ese fue el antepenúltimo cambio, porque en 1983 salieron definitivamente de su tierra natal, aprovechando una ventaja migratoria que tenían, pues su papá era ciudadano americano nacido en el extranjero.
El viaje fue complejo porque primero Marcela y su hermano mayor, Alejandro, se fueron a casa de unos amigos que vivían en Alabama, y tres meses después el resto de la familia se instaló en Miami. A ella y sus hermanos —cuenta—, sus papás siempre les inculcaron las costumbres nicaragüenses y les enseñaron a no sentirse menos que nadie.
“Mi papá siempre nos dijo que no valía la pena asumir otra cultura si perdías la primaria, y en mi casa, por ejemplo, no estaba bien visto hablar inglés. Siempre se comía la comida nica, se habló de la historia, del legado de literatura increíble que tenemos”, cuenta con orgullo Marcela.
Por eso, la vez que la confundieron con una encargada de limpieza, ella no se sintió discriminada, pues como ella afirma, la discriminación depende de cómo uno la asimile.
“En ese momento no supe cuál era la manera de abordar la situación. Mi misión era tratar de ayudar a esa señora y la única persona que podía operarla era yo. Entonces regresé dos horas más tarde y le dije: ‘Si hay alguna razón por la que ustedes no estén cómodos en que sea yo quien la opere, pueden transferirla a otro hospital’, y me sorprendió mucho la actitud del marido. Estaba apenado y me dijo que en realidad no quería ofender”, recuerda una década después.
La vocación de médico
Cuando a Marcela se le pregunta por qué quería ser doctora, le es imposible no hablar de su abuelo Carlos Amaya, un médico diriambino que dedicó su vida a esa profesión. No era de esos abuelos que juega con sus nietos, pero a su lado Marcela siempre se sintió segura, amada y en algún momento —no recuerda exactamente cuándo— supo que quería seguir sus pasos.
Pero fue hasta que ella entró a la Universidad Johns Hopkins, la misma donde él estudió, cuando la relación abuelo-nieta se convirtió en complicidad de colegas y la unión se intensificó. Como él vivía en Nicaragua, aprovechaban las épocas de fiestas como Navidad, Año Nuevo o las vacaciones para verse y conversar como dos grandes colegas. Estando lejos, eso sí, siempre procuraron escribirse cartas. Epístolas que ella todavía guarda con cariño.
“En una de las últimas cartas me dice que él espera y desea que nunca vea por fuera del vidrio de una ventana y me dé cuenta que he dejado de formar parte de ese mundo que estaba fuera”, recuerda.
Esa fue una de las tantas lecciones que le compartió a su nieta antes de morir. Don Carlos falleció cinco meses antes de que ella se graduara.
La huella del cáncer
Cuando Marcela cursaba su primer año de Medicina, conoció a Claudia Chamorro y a Edmundo Jarquín, excandidato a la Presidencia de Nicaragua. Ellos llegaron al hospital donde Marcela cursaba su primer año, para tratar a su hijo Tolentino, quien en ese tiempo tenía 13 años y padecía de leucemia.
“Viví a través de Tolentino lo que es estar del lado de la familia del paciente. Fueron cinco años donde viví la alegría de un trasplante de medula ósea, el período de revisión, la recaída. Ver la manera en que su mamá lo preparó a lo que iba a ser un desenlace inevitable. Para mí esa experiencia como estudiante de Medicina me marcó muchísimo”, recuerda con tristeza.
Y por eso decidió estudiar una subespecialidad en cirugía oncológica, pues “la idea de quitar con las manos un tumor o de poder restaurar la anatomía”, la fascinaba.
Actualmente dirige el Hospital General de Massachusetts y aproximadamente 3,250 médicos de una de las escuelas más famosas del mundo están a cargo de la jinotepina
Estudios
Estudió Biología en la Universidad Emory de Atlanta.
Estudio Medicina y se especializó en Ginecología y Obstetricia en la Universidad Johns Hopkins, la misma donde estudió su abuelo, el doctor Carlos Amaya.
Hizo una subespecialidad en Cirugía Oncológica en el Hospital General de Massachusetts y una maestría en Salud Pública en la Escuela de Salud Pública de Harvard.