Si es cierto —como dice el refrán popular— que por la víspera se saca el día (o sea que por lo que ocurre hoy se puede prever lo que ocurrirá mañana), en el nuevo período del presidente designado Daniel Ortega sus relaciones con los Estados Unidos (EE. UU.) no serán tan buenas como hasta finales del año pasado.
Durante los diez años anteriores se decía que uno de los principales logros de Ortega era mantener una relación relajada, inclusive amistosa, con el gobierno estadounidense. La explicación que se daba era que mientras Ortega ayudara a proteger los intereses estadounidenses de seguridad, especialmente en relación con el narcotráfico y el terrorismo internacional, su anacrónica e inocua retórica contra el “imperialismo yanqui” no tenía importancia para EE. UU.
Se decía que el socavamiento de la institucionalidad democrática de Nicaragua, por parte del régimen orteguista, importaba poco a los EE. UU., pues no perjudicaba sus intereses y al fin y al cabo esto se lo buscaron los mismos nicaragüenses que, mediante pactos y votos, facilitaron el regreso de Ortega al poder sabiendo que lo más probable era que instaurara una nueva dictadura.
Es cierto que EE. UU. suspendió la ayuda de la Cuenta Reto del Milenio al gobierno de Ortega, por el escandaloso fraude electoral en las elecciones municipales de 2008, pero fue una medida coyuntural y pronto se restableció la buena relación estadounidense con el régimen orteguista.
Sin embargo, la contumacia de Ortega hizo que cambiara la situación y el 7 de noviembre del año pasado, un día después de la farsa electoral, el Departamento de Estado emitió un comunicado calificando el proceso como algo “viciado que impidió toda posibilidad de realizar elecciones libres y justas el pasado 6 de noviembre”.
El rechazo de EE. UU. a la farsa electoral y el desconocimiento a la legitimidad de sus resultados fue endurecido por la Cámara de Representantes al aprobar la iniciativa de ley “Nica Act” para sancionar al régimen orteguista por sus atropellos al sistema democrático. Por falta de tiempo la “Nica Act” no fue aprobada por el Senado, pero sus promotores anunciaron que este año volverán a presentar la iniciativa de ley.
De manera que no fue una sorpresa que el gobierno de EE. UU. no enviara ninguna delegación especial, ni siquiera del más bajo rango, a la última toma de posesión de Ortega. Y para rematar, la embajadora estadounidense en Managua, que por su función diplomática prácticamente tenía la obligación de estar presente en la bufa ceremonia orteguista, se levantó de su asiento y se marchó airada de la plaza en ostensible demostración de protesta por la irrespetuosa diatriba de Ortega contra los EE. UU.
Es una anormalidad pelear sin razón con el Gobierno del país que es el principal socio comercial de Nicaragua y su principal proveedor de inversiones de capital; el cual, además, ha hecho notables esfuerzos políticos y económicos por ayudar a Nicaragua y al mismo régimen orteguista.
Pero eso es lo que quiere y provoca Daniel Ortega, quien de alguna manera tendrá que pagar las consecuencias de una relación con EE. UU. que ya no podrá ser amistosa por culpa de su obcecación política y sus complejos ideológicos.