En sus primeros dos períodos Ortega implementó un modelo de gobierno, relativamente original, con resultados parcialmente positivos. Uno de sus rasgos distintivos ha sido la estrecha relación con el sector privado: sus representantes han sido incorporados al proceso legislativo y a otras instancias de Gobierno, produciendo una especie de sistema corporativo en el cual han reemplazado parcialmente el rol de los diputados. Otro rasgo ha sido el ejercicio de un “populismo responsable”, como lo llamó el académico Arturo Cruz; el uso clientelista y colorido de la abundante ayuda venezolana, pero cuidando los equilibrios macroeconómicos y fiscales —a diferencia de sus benefactores— y enfocando parte de ella en programas asistencialistas para los más pobres.
Favorecido por los “vientos de cola”, producto de volúmenes sin precedentes de ayuda externa y remesas, más precios favorables de las exportaciones, el modelo pudo exhibir un crecimiento cercano al cuatro por ciento anual, junto con la muy visible ampliación de la infraestructura —carreteras, parques, red eléctrica, etc.— y cierta disminución de la pobreza extrema. Aumentó también la inversión privada, nacional y extranjera, y se multiplicaron las construcciones.
En el pasivo, y como frenos del modelo, quedaron aspectos menos originales, como la concentración del poder, el sometimiento del poder judicial, y los fraudes electorales. También falló en modernizar la estructura económica del país y no logró mejorar apreciablemente la productividad, la igualdad social, el empleo y la educación. Esta última, en particular, a pesar de ser fundamental en la promoción de los pobres, no recibió priorización presupuestaria ni mejoró su bajísima calidad.
¿Funcionará mejor en este tercero y nuevo período presidencial, o entrará en una etapa de estancamiento o de retroceso? Un factor adverso será el hecho de que están disminuyendo los vientos de cola: la ayuda venezolana es la mitad de antes, con perspectivas de seguir menguando o desaparecer, los precios de las exportaciones son menores, y pende sobre el país la amenaza del “Nica Act”, que vendría a suprimir la importante ayuda de las multinacionales y a golpear el clima de inversiones.
La lógica sugiere entonces que, si en medio de las mejores circunstancias, el modelo orteguista no pudo hacer que Nicaragua alcanzase la tasa del siete por ciento —que muchos economistas consideran esencial para superar la pobreza— ni logró avanzar mucho en otros frentes sociales, difícilmente lo hará ahora. En realidad, a lo que más podría aspirar Ortega es que en los próximos años las tasas conseguidas no disminuyan. Esto nos deja con dos escenarios: el optimista, que sería más de lo mismo, y el pesimista que sería menos de lo mismo. Existe empero un escenario mejor, capaz de superar los anteriores niveles de desarrollo económico y social, pero este exigiría cambios importantes en el comportamiento político del mandatario.
Ortega, en su discurso inaugural, dio un paso en la dirección correcta al anunciar su interés en profundizar su diálogo con el sector privado y promover el concepto del Estado “facilitador”. Pero esto resultará radicalmente insuficiente si no va acompañado, como mínimo, de reformas que aseguren la independencia y profesionalismo del sistema judicial y del poder electoral, y de mejoras sustanciales de la educación pública.
Con lo anterior Nicaragua se libraría del lastre de la falta de institucionalidad y la baja productividad, y entraría en una fase mucho más próspera y sostenible; se preservarían importantes flujos de cooperación externa, se dispararían las inversiones y los pobres serían dotados de mayores oportunidades de progreso. ¿Optará Ortega por este camino o empantanará su futuro, y el de su país, aferrándose a un modelo agotado? Solo él tiene la repuesta.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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