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Francisco Aguirre S.

De pesos y contrapesos

Las tres semanas posteriores a la toma de posesión del presidente Donald Trump han sido tumultuosas e históricas. Hemos visto al presidente aclarar en su discurso inaugural las grandes líneas de sus políticas de gobierno. Reiteró que adelantar los intereses de los Estados Unidos sería su norte y que estos incluían crear más empleos domésticos aunque esto requiriese renegociar o cancelar los tratados de libre comercio que sus predecesores habían “mal negociado” con países como México.

El día después de su inauguración, el 21 de enero, entre tres y cuatro millones de personas, principalmente en Estados Unidos pero también en ciudades importantes alrededor del mundo, marcharon espontáneamente en contra de la visión nacionalista, proteccionista y populista del flamante jefe de Estado. Manifestaciones de la magnitud de estas, organizadas por mujeres, jamás habían ocurrido.

Y el presidente comenzó a firmar múltiples “órdenes ejecutivas” para desmantelar iniciativas que heredó de la Administración Obama. Algunas de estas órdenes eran más simbólicas que otra cosa. Pero otras, como la que autorizó continuar con la construcción de un oleoducto uniendo a yacimientos petroleros canadienses con refinerías y puertos en Tejas y Luisiana, tendrán consecuencias.

Lo que más me ha llamado la atención durante estos 21 días son dos ejemplos que demuestran lo vibrante y robusta que es la democracia norteamericana y la manera en que sus tres poderes del Estado —el ejecutivo, legislativo y judicial— interactúan, tal como estipula la Constitución Política de la Unión Americana que fue ratificada en 1789 y enmendada, pero nunca totalmente cambiada, en 228 años.

Comienzo con la manera en que en Estados Unidos se nombran los ministros de Estado y otros altos funcionarios del poder ejecutivo y judicial. En este sentido, el artículo II de la Constitución otorga al presidente la responsabilidad de formar y conducir el gobierno federal. Pero si bien el presidente es el que nombra a sus ministros y otros altos cargos, como los embajadores y jueces federales, el mismo artículo de la Constitución estipula que esto lo hará con el consejo y consentimiento del Senado.

El siglo XX vio una inmensa ampliación en los poderes presidenciales. Sin embargo, esto no ha cambiado el requisito de que el Senado de su visto bueno para ratificar a ministros y otros altos funcionarios y jueces.

Y así ha procedido la confirmación del gabinete del presidente Trump. El proceso ha sido más lento que en gobiernos anteriores y ha provocado tensiones entre la mayoría republicana y la minoría demócrata en el Senado. Y hasta ha requerido que el vicepresidente —en su capacidad de presidente pro tempore del Senado— votase para romper el empate que se dio en el caso de la controversial escogencia del señor Trump para su ministra de Educación. Esto nunca había ocurrido antes. Pero aún en lo que se llama “la era de Trump”, se ha respetado la tradición y la exigencia constitucional que el Senado, la cámara alta del poder legislativo, opine sobre los altos cargos y los ratifique.

El segundo caso de la interacción de poderes se dio después que el presidente Trump decretó —sorpresivamente y de nuevo por “orden ejecutiva”— que se suspendiese la entrada a Estados Unidos de extranjeros de siete países islámicos hasta estar satisfecho que su administración estuviese aplicándole a estos extranjeros un examen estricto para asegurar que ninguno de ellos representase una amenaza terrorista para el país.

La suspensión sería de 75 días para migrantes de seis de los siete países y 120 días para refugiados. En el caso de Siria, ningún extranjero sería admitido indefinidamente.

Esta orden provocó una situación caótica en los principales aeropuertos internacionales de Estados Unidos y en otras partes del mundo. Aunque la Casa Blanca argumentó que su acción era para proteger a Estados Unidos de terrorismo y defendió la orden afirmando que solo incomodó a unas 300 personas que estaban en tránsito hacia Norteamérica, la confusa manera en que fue implementada demostró que la orden no había sido formulada con la consulta requerida por las normas del gobierno estadounidense. Es más, otras agencias del Gobierno, incluyendo el Departamento de Estado, aclararon que la orden afectaba entre 60,000 y 100,000 viajeros portadores de visas. Y en el caos inicial, autoridades en aeropuertos no le permitieron entrar hasta a residentes estadounidenses a pesar de contar con sus “tarjetas verdes.”

Aunque la Constitución encomienda el manejo de relaciones internacionales y el liderazgo en temas migratorios y de seguridad nacional al presidente, varios jueces federales de primera instancia bloquearon la aplicación de la “orden ejecutiva” del señor Trump. Y uno de ellos en el estado de Washington la dejó sin efecto nacionalmente por ser excesiva y por perjudicar a importantes intereses del estado de Washington, incluyendo sus universidades públicas. Esto en respuesta a una demanda interpuesta por el gobernador de Washington.

La Administración Trump apeló el fallo del juez de Washington y después de cuatro días de deliberación, la Corte Federal de Apelaciones para el Noveno Cirquito, que cubre los estados del oeste norteamericano, unánimemente sostuvo la decisión del juez de Washington.

Esto es histórico. Una corte de primera instancia y otra de apelaciones ha dejado sin efecto, por ahora, al decreto del presidente Trump. Al momento de escribir este artículo, no sé cómo se resolverá este asunto. El señor Trump ha dicho que continuará con el caso aunque no está claro si lo hará apelándolo a la Corte Suprema, litigándolo de nuevo en la corte de Washington o una combinación de ambas acciones. Lo que sí sabemos es que aún en la “era de Trump”, el sistema de separación de los poderes, el de pesos y contrapesos, aún se respeta en Estados Unidos. ¡Esto debería de ser motivo de celebración para los que amamos la democracia!

El escritor fue Canciller de la República y es historiador.

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