Este 16 de febrero se cumplió el 26 aniversario del asesinato de Enrique Bermúdez Varela, quien fuera el principal comandante de las fuerzas contrarrevolucionarias que combatieron a la dictadura sandinista de los años ochenta.
Enrique Bermúdez Varela fue coronel de la Guardia Nacional somocista y en la Contrarrevolución ocupó el más alto rango con el sobrenombre de “Comandante 3-80”.
Bermúdez Varela regresó a Nicaragua después que se firmaron los acuerdos de paz promovidos y amparados por la comunidad internacional, y con posterioridad a las elecciones de febrero de 1990 en las que Daniel Ortega y el FSLN fueron derrotados por doña Violeta Barrios de Chamorro y la Unión Nacional Opositora (UNO).
El excomandante 3-80 confió en que los acuerdos de paz y la existencia de un gobierno democrático —aunque débil y acosado por la fuerza política y militar derrotada en las urnas electorales—, eran garantía para su reintegración a la vida ciudadana pacífica. Lamentablemente pagó con su existencia la confianza en que los otros cumplirían cabalmente los acuerdos de paz y respetarían la vida de sus antiguos enemigos. Decenas de otros excombatientes de la contra también fueron asesinados por aquellos que no perdonaron y querían pasarle la cuenta a quienes los enfrentaron en la guerra con las armas en la mano.
Ahora, a nuestro juicio, tanto Enrique Bermúdez como los demás excombatientes de la contra asesinados y todos los caídos en la guerra de los años setenta y ochenta: guardias nacionales, combatientes contrarrevolucionarios, militantes sandinistas y personas sin partido que fueron arrastradas al conflicto por el Servicio Militar Obligatorio y las movilizaciones de milicias, deben ser conmemorados por todos los nicaragüenses sin excepción de ninguna clase.
Primero, porque se honra a sí mismo la nación que rinde tributo a la memoria de todos los caídos en sus guerras, cualquiera que haya sido el bando en el que combatieron. Y segundo porque las dolorosas experiencias de las guerras civiles y otras formas de lucha armada que dejaron tanta destrucción y luto, tienen que aprovecharse para cimentar la convicción de que no es por medio de la violencia que se deben dilucidar las controversias políticas, ni luchar por la toma del poder y la sucesión de los gobiernos.
En la complicada y trágica historia de Nicaragua el cambio de gobierno y de régimen por medio de la lucha armada, nunca trajo la libertad, la democracia, el desarrollo económico, el progreso social y la prosperidad nacional. Sin embargo es evidente que la mayoría de los nicaragüenses han aprendido esa lección, como lo prueba el hecho de que nadie, salvo casos muy aislados, habla ahora de ir a la lucha armada para cambiar el gobierno. De hecho se ha creado un consenso nacional acerca de que los cambios tienen que lograrse por medio de la lucha cívica y pacífica, particularmente las elecciones libres y transparentes.
Solo hace falta que los gobernantes actuales aprendan también esa lección; y que reconozcan que la condición de una paz firme y duradera es la alternancia en el poder y, por lo consiguiente, la celebración regularmente de elecciones justas y transparentes, vigiladas por observadores independientes nacionales e internacionales.