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La noche oscura del alma

Hace mucho, un fraile pobre de Castilla estaba a punto de morir en una celda, castigado y oprimido por sus propios hermanos y los oídos sordos del poder político de la época.

Hace mucho, un fraile pobre de Castilla estaba a punto de morir en una celda, castigado y oprimido por sus propios hermanos y los oídos sordos del poder político de la época. Durante casi nueve meses lo tuvieron preso a base de poco pan, mucho frío y el hábito plagado de piojos. Su celda apenas medía metro y medio de ancho, y solo entraba luz por una rendija de dos dedos en lo alto. El viernes era su día “preferido”, según manifestó después, porque lo sacaban de la celda y al menos escuchaba voces humanas. Eran insultos. Sus hermanos lo colocaban en medio del refectorio y lo vituperaban uno tras otro, en una dolorosa cura de humildad, mientras todos comían. Muchos consideraban que en él no había más que pose y fingimiento; que se las daba de santo por querer expandir el trabajo de Teresa de Jesús en busca de una relación de amor más directa con Dios, con sencillez y pobreza evangélica. Él se lo creía verdaderamente. Poco que hacer ante eso.

Seguramente San Juan de la Cruz tenía un amor propio muy grande, y era ligeramente testarudo, hosco y hasta arrogante, con esa arrogancia mal fingida de los pobres que tienen que hacerse valer frente al poder. Un hombre así, poca cosa, un religioso más que gustaba de escribir pequeños versos, consejos y dibujos a modo de reflexión espiritual no tendría que haber pasado a la historia. Y de hecho, tras varios meses, él mismo pensó que tampoco valía la pena seguir viviendo, perdida toda esperanza de salir de aquella prisión conventual. Y comenzó a dejarse morir a sus treinta y cinco años.

Pero un día, imagino de esos en que ya el cuerpo se rinde con todo, ya saben, uno de esos días, escuchó una voz que llegó por la rendija de luz. No crean que era la voz de Dios. Allí no hubo milagros de esos. Era un carretonero que pasaba cerca de la celda cantando una letrilla de la época, que decía algo así como: “Muérome de amores, ¿y ahora qué haré?”

De pronto, el cuerpo del preso se estremeció como atravesado por una punta de luz. Sintió el amor. Cualquier migaja de belleza, aunque sea la letra de una mala canción, es capaz de agitar los resortes olvidados en la intimidad de un ser aún con vida. El amor de qué o de quién no era la pregunta. Era el amor del amor. Era como Dios haciéndole el amor. Y para explicarlo, ese hombre desvalido y pobre tenía que recurrir al viejo e inmortal estilo del Cantar de los Cantares bíblico. Tenía que explicarlo como hombre y mujer, con la piel, con el roce de los cuerpos y la sensualidad de los amantes. Tenía que decirlo “con los besos de su boca”.

Allí había otra canción mayor, una historia que contar. Y empezaron a brotarle, en medio de la enfermedad y su cansancio de moribundo, los versos del Cántico Espiritual y algunos de La noche oscura del alma. Sin papel para poder continuarlos, San Juan de la Cruz pensó que ahora sí tenía sentido fugarse, aunque solo fuera para rematar esos versos. Y logró evadirse de la celda, en poco tiempo, casi desnudo, enclenque y ocultándose entre las sombras, en busca de más tiempo de vida. No hay nada más fuerte que un hombre con un solo motivo que le permita albergar la posibilidad de sobrevivir al horror, escribió el psiquiatra Viktor Frankl, quien sobrevivió asimismo a los campos de concentración. Y no hay motivo más grande que el amor.
Hay varios autores grandes de la poesía, la filosofía y la narrativa de los siglos posteriores a los que San Juan de la Cruz les infundió la misma inspiración que a su vez le transmitiera el carretonero de su noche oscura. Y en Nicaragua, aún vive uno de ellos, Ernesto Cardenal, que lo leyó con el alma, le puso su nombre a una barca de pescar en Solentiname y dejó que impregnara gran parte de su obra. Estoy seguro de que hoy, en medio de la noche que atenaza el futuro de Nicaragua, Cardenal está escuchando el canto que desde hace tiempo salió de aquella celda de Toledo. Nadie sabe la libertad tan grande que vive un hombre perseguido y amenazado, pero totalmente enamorado.

El autor es periodista.

[email protected]
@sancho_mas

Columna del día Ernesto Cardenal Nicaragua archivo

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