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Los cipes

LAPRENSA/THINKSTOCK

Los cipes

Al describirle a aquellos seres a doña Matilde, una vieja desdentada que según decían tenía como cien años de edad, la Casilda le aseguró que eran patangos, feos y peludos, con los piecitos volteados hacia atrás y la cara blanca muy parecida a la de los monos capuchinos

La Casilda estaba en el sexto mes de embarazo cuando escuchó un gran bullicio de cacerolas y cucharones en la cocina. Estaba bien oscurito y ella se hallaba sola en Las Tres Marías, una finquita cerca de La Gallina, en la soleada y polvosa localidad de Sutiaba; pues Plutarco Lindo, su marido, se había internado en las montañas con su recua de bueyes desde hacía dos días para buscar leña con otros mozos. En ese tiempo la luz eléctrica todavía no había entrado a la ciudad y la gente del campo acostumbraba alumbrarse con candiles y lámparas de aceite. Ella prendió la suya y se fue a cerciorar que algún mapachín no anduviera por ahí hurgando entre sus trastes en busca de comida. Pero al entrar a la cocina vio a tres jovencitos que estaban recogiendo y comiendo ceniza del fogón, donde unas horas antes se había terminado de hacer la nixqueza del maíz. No fue pequeño el susto de la pobre Casilda, quien al verlos puso el grito al cielo y el candil rodó por el suelo y los cipotes traviesos huyeron despavoridos por la puerta trasera con rumbo desconocido.

Al describirle a aquellos seres a doña Matilde, una vieja desdentada que según decían tenía como cien años de edad, la Casilda le aseguró que eran patangos, feos y peludos, con los piecitos volteados hacia atrás y la cara blanca muy parecida a la de los monos capuchinos.

Plutarco volvió a la semana siguiente con varios cargamentos de leña pues había calculado por el movimiento de la luna que el invierno entraría temprano y recio ese año. Acomodó con la ayuda de sus mozos las rajas de leña junto a la cocina y mientras esto hacía, la Casilda le empezó a narrar que en su ausencia fue visitada por tres raros seres.

—Esos eran los cipes burlones —le confirmó él. Esta era la segunda ocasión que la Casilda escuchaba decir semejante barbaridad. Cuando se lo dijo doña Matilde ella le dio la menor importancia, pero ahora era su marido quien le decía con aire severo que tuvieran cuidado porque esos cipes venían por algo.

Nunca pensó la mujer de Plutarco que su marido se estuviera refiriendo a su propio hijo a quien gestaba en su barriguita de iguana raquítica e insignificante, como si el niño dentro de ella no deseara nunca venir a este mundo. Pero el precavido Plutarco que cuando niño había escuchado hablar de esas criaturas infernales a sus abuelos, se armó hasta los dientes para que no le fueran a hacer daño a su hijo ni a su mujer. Les doblegó las tareas de vigilancia a sus mozos, y por las noches soltaba a dos bravos perros para custodiar Las Tres Marías. Aseguró bien las puertas y ventanas de la casa e instaló varias trampas de acero para capturarlos. Cada mañana Plutarco Lindo se iba con sus perros de caza para ver qué encontraba entre las mandíbulas afiladas de los cepos, pero al volver solo traía consigo docenas de garrobos y guardatinajas. Todo ese tiempo la Casilda estuvo bien alimentada gracias a la sustancia de los animales que Plutarco hallaba en las trampas.

El niño nació rosado y lechoncito en el mes de julio, cuando el invierno terminaba de arrasar varias hectáreas de trigo y frijol sembradas. Fue el año en que diciembre no tuvo un cielo alegre y despejado porque la lluvia se había prolongado hasta enero del año entrante. Ya Plutarco había dejado de pensar en los cipes y su mente solo tenía espacio para las preocupaciones que le había dejado el aguacero. Prescindió del trabajo de los mozos por falta de reales con qué pagarle, y los dos perros bravos fueron encontrados por él mismo una mañana de noviembre muertos de frío y hundidos hasta las orejas en el lodo podrido.

Se dice que Plutarco volvió a tomar con su recua de bueyes el caminito a las montañas con la esperanza de recoger madera preciosa y levantar a Las Tres Marías, y que nunca más volvió a saberse de él.

Cuando el niño de la Casilda ya tenía edad para ir a la escuela correteaba como él solo por el patio de la finca trepándose con mucha rapidez entre las ramas de los árboles como si hubiera heredado de alguien esa gran habilidad. Nunca llegó a padecer de hambre —al menos eso es lo que contó doña Matilde—, y que misteriosamente la Casilda siempre encontró al pie de la cunita donde dormía Plutarquito docenas de marañones, jocotes, mangos, caimitos y naranjas que los cipes le dejaban para que se alimentara.

La Sebastiana era otra muchacha muy bonitilla, tenía las caderas y los pechos bien distribuidos, y sabía cumplir con las obligaciones del hogar como ninguna otra de su edad. Se dice que ella todas las mañanitas bajaba al río Chiquito cuando este todavía era aseado, pues la gente conservaba entonces mucho respeto por la naturaleza y eran cuidadosas de no tirar desperdicios en las riveras. A menudo la Sebastiana encontraba a un hombre que hizo del río su guarida y que vivía ahí como un proscrito porque los demás aseguraban que tenía lepra, pero que el hombre era muy respetuoso con ella y solo se mantenía pensando en componer.

Uno de esos días la Sebastiana aliñó la ropa sucia y se la subió a las espaldas para ir a lavarla al río sobre una piedra pulida que parecía un enorme y blanco tapesco. Mientras la muchacha se hallaba en la faena sintió que alguien la espiaba entre los arbustos, pero ella continuó sin darle mucha importancia creyendo que era don José de la Cruz, el compositor, quien andaba por esos lados. De pronto volvió a ver y se dio cuenta de su error pues a pocos pasos de ella un grupo de cipes, entre burlas y socarronerías, comían desesperadamente las cenizas de un árbol incinerado pues un rayo que había caído del cielo unos días antes lo había fulminado.

No se supo qué fue de la Sebastiana, la ropa y el jabón quedaron en la formidable piedra y aún se cree que fue llevada con engaños por los cipes, los ruidosos y panzones jovencitos que se habían llevado a Plutarco también y siempre dejando en la fuga un rastro de sus pisadas sobre las cenizas.

Cultura Carlos Manuel Téllez Cuento Los cipes archivo

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