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Efectos de las pantallas
Gonzalo Cardenal M.

La fantasía de los jóvenes

La primera característica de que un niño sigue siendo niño es que vive en un mundo imaginario, y un ejemplo de esto pudiera ser el mío, que cuando niño, mi hermano Fernando y yo, creyendo que podíamos volar como Superman, nos amarramos una toalla al pescuezo, nos subimos a un palo y nos tiramos al espacio.

Nos pudimos rajar la cabeza y pagar caro nuestra fantasía. (“Ja, ja, ja; ¡qué muchachos más babosos!” —me podrán decir ustedes—). Tal vez ustedes no eran tan babosos, o más probable, ya no se acuerdan de sus babosadas.

Pero el mensaje central de esta reflexión no es causarles risa, porque esto que les parece absurdo es exactamente lo que le está pasando al joven de hoy cuando salta al mundo. Quizás de una manera más sutil, menos fácil de detectar, pero mucho más dañina y dolorosa.

Asomémonos al mundo de fantasía del joven de hoy. Y vamos a comenzar con una fantasía terrible pero muy cercana:

De niño nos regalaron a casi todos una pistola de juguete, o una ametralladora. Y jugábamos a la guerra o a los “Bandidos y Vaqueros”, vos sos el malo, yo soy el chavalo. Tickiman ¡Pa! ¡Te mato! Y el otro caía lo más espectacularmente que podía.

Como el niño no diferencia claramente entre su fantasía y la realidad, sentía realmente una cierta superioridad con la pistola en la mano, vivía una auténtica aventura, y se sentía tan héroe como el chavalo de la película. Pero pasaban los años y el muchacho guardaba su pistola, dejaba de jugar a la guerra y no pasaba nada.

El chavalo de los setenta salió de la niñez y se encontró con otros chavalos que le decían: “Aquellos son los malos y nosotros los chavalos”. Le ponen en las manos una metralleta, y el muchacho  vuelve a sentir la seguridad y la euforia de antes. Se imagina a sus enemigos cayendo como moscas a su alrededor, pero no tienen cara.

Mientras fantasea puede oír la música marcial y gloriosa que oía en los cortos de televisión o en las películas de guerra, y siente todo el poder de un ejército glorioso, y los aplausos de la gente, y ve la sonrisa de admiración de las muchachas, y su entrada triunfal, convertido ahora en héroe, o las flores en su tumba gloriosa de mártir.

Pero cuando lo enviaron al frente de batalla —como a tantos nicaragüenses en nuestra guerra nacional pasada— la realidad es muy distinta: La ametralladora no se siente gloriosa en las manos… solo terriblemente pesada. Las batallas son pocas.

En vez del estruendo glorioso del combate lo que oye es el silencio angustioso de los compañeros en la trinchera donde esperan durante días interminables con el lodo hasta la cintura, bajo la lluvia, mordidos por los zancudos y toda clase de insectos. Pero lo más terrible es el miedo que no se le separa del estómago y la fiebre.

Cuando al fin entra en combate descubre con horror que el enemigo tiene una cara, y que esa cara es muy parecida a la suya, o a la de su amigo de colegio. Nicaragüenses como él y con una novia y una madre como la de él.

Que cuando caen no caen como los vaqueros, sino destrozados en pedazos con una horrible mueca en la cara, y siente ganas de vomitar. Y luego el tufo de los cadáveres de sus amigos. Y otra vez aquel miedo que pareció desaparecer, pero que ahora regresa. Regresa para protegerlo pero que es tan terrible como la muerte misma.

El autor es miembro del Consejo de Coordinadores  de la Ciudad de Dios
[email protected]

Opinión Fantasía juventud archivo
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