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Fernando Londoño

Dígale a su santidad, señor nuncio

Como no tenemos “vara” con él, dígale por favor a su santidad, señor nuncio en Colombia, algunas cosas sobre este país  y sobre las personas que viene a bendecir. Después, en los afanes, se le pueden pasar por alto.

Dígale que este fue un país de inmensa mayoría católica, que se fue diluyendo cuando algunos monseñores se dedicaron a la política y olvidaron el Evangelio.

Dígale que Colombia es víctima del narcotráfico, la peor tragedia que le puede caer encima a un país.

Dígale que los narcotraficantes son gente sin alma, que asesinan cuando les parece que debe asesinar, secuestran cuando les conviene, extorsionan casi siempre, ponen bombas para matar inocentes, se roban personas de las que nunca se vuelve a saber nada, niños que usan como escudos, como esclavos, como juguetes sexuales.

Dígale a su santidad que miles de niñas separadas a la fuerza de sus casas quedaron embarazadas, como tenía que ser, para someterlas al aborto inhumano en las condiciones más abyectas. Que muchas de ellas escaparon a la muerte para contar su historia, “que acaso ni Dios mismo la pueda perdonar”. (La frase es tomada de un gran poeta colombiano. Es feo apropiarse de lo ajeno).

Dígale al gran Francisco, señor Nuncio, que esos bandidos  acaban con la naturaleza envenenando los ríos, talando los bosques, destruyendo las montañas matando nuestra fauna y la tierra de nuestros hijos.

A su santidad, que es tan sensible en la materia, dígale que los narcotraficantes con los que lo van a reunir son los hombres más ricos de Colombia, poseedores de fortunas fabulosas que esconden allá en su vieja Europa y por acá en lo que llaman paraísos fiscales.

Dígale a su santidad que esta canalla ha pedido perdón para el espectáculo, pero que no tiene arrepentimiento ninguno. Todos los días hace lo mismo y cada vez extrema su crueldad.

Dígale a su santidad, se lo encarecemos, que de niños nos enseñaron sacerdotes virtuosos, de los que hay muchos en Colombia, todavía, que para el perdón de la penitencia era menester la satisfacción de obra, que consiste en devolver lo robado, consolar a la víctima, reparar el ultraje. Dígaselo porque el Cardenal y unos pocos de sus obispos olvidaron este mandato evangélico, o porque tal vez lo derogaron en algún Concilio secreto. Nos interesa mucho saberlo.

Dígale a su santidad que no confunda estos miserables con Giussepe Garibaldi, un idealista, medio bandido, claro, pero solo bandido a medias, con esta gentuza que no sabe de ideales, sino de atrocidades.

Dígale a su santidad, señor nuncio, cuando venga, que todas las semanas algún campesino laborioso, algún anciano, alguna mujercita buena, algunos niños pisan las bombas que estos malditos siembran para marcar su territorio y que no han hecho nada para aliviar las víctimas ni para impedir otras.

Dígale a su santidad que nos hemos enterado, con aflicción y repugnancia, que va a organizar su visita un tal general Oscar Naranjo, cuyas andanzas nos tomarían varios escritos como estos. Que no se deje irrespetar, señor nuncio, por lo mucho que lo veneramos.

Dígale a su santidad que esta gente pregona su condición de marxistas leninistas, y que fieles a esa caduca religión detestan todas las que de verdad lo son, odian la familia y abominan la propiedad, menos la que ellos atesoran como producto de sus crímenes. O que nos diga que ya el comunismo se volvió cristiano, y nos explique cómo tal cosa fue posible.

Dígale a su santidad, señor nuncio, que a estas alturas no sabemos si viene a Colombia en plan apostólico para difundir el mensaje del amor y de la caridad, o como jefe de Estado, como uno de esos que se hacen lenguas hablando de una paz mentirosa, pero que jamás aceptarían en sus propias naciones. Porque si le parece bien lo que pasa y ya que es tan revolucionario, ¿por qué no considera cambiar su vieja guardia suiza por una de las FARC? Quedaríamos tan agradecidos si se llevara para el Vaticano la cúpula de estos delincuentes.

Márquez, Catatumbo y la Sandino serían maravilloso adorno de la Capilla Sixtina. Que lo piense.

Dígale a su santidad que no se equivoque con el vecindario, cuando lo mencione. Que tenga bien sabido el odio que los colombianos tenemos por ese forajido que manda en Venezuela, y por el Raúl Castro, que nos debe millares de asesinatos y tragedias acumulados en cincuenta años de armar guerrilleros para destruir a Colombia.

O mejor dígale a su santidad, señor nuncio, que no mencione nada de todo esto. Que se dedique a hablarnos de lo que no nos hablan hace rato y que harta falta nos hace. Del amor verdadero y de la penitencia que sigue al arrepentimiento como condición para llegar al cielo.

El autor es abogado y ex ministro  del gabinete de Álvaro Uribe.
©FIRMAS PRESS

Opinión Colombia Señor nuncio archivo
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