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Los frutos de la resurrección

Para llevarnos bien y convivir como hermanos es necesario que hagamos nuestros los valores de la fe, la reconciliación, la paz y la alegría.

Para llevarnos bien y convivir como hermanos es necesario que hagamos nuestros los valores de la fe, la reconciliación, la paz y la alegría.

La fe es la base y la raíz de donde manan todos los demás valores humanos y cristianos y el motor que los dinamiza. Sin fe todo se desmorona en la vida.

Sin fe todo se convierte en materialismo, en miedo, inseguridad, en noche oscura, tristeza, opresión (Jn. 20,19). Sin fe todo se reduce a “tocar”, a “palpar”, a lo que entra por los sentidos. Sin fe repetimos las mismas actitudes de Tomás ante la noticia de que Jesús ha resucitado: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creo” (Jn. 20,25).

El primer fruto de la resurrección de Jesús es la fe; pero esta fe no es una bella teoría o filosofía. La verdadera fe es aquella que nos lleva a sentir que el resucitado se ha convertido en el centro y eje de nuestra vida (Jn. 19,19.26), capaz de cambiarnos en hombres nuevos y ser verdaderos misioneros de reconciliación (Jn. 20,22). De ahí las palabras de Jesús: “A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados” (Jn. 20,22-23).

Fe que no nos lleva a la reconciliación, es una fe vacía, falsa y sin sentido. Donde vemos una actitud de perdón, podemos pensar que en ese gesto hay algo de Dios. Cuando la fe termina en reconciliación, surge del corazón mismo el fruto de la paz (Jn. 20,19.21.26). Perdonar y ser perdonados es hacer posible la paz, la comunión entre todos los hermanos.

Cuando la fe se hace reconciliación: pasamos de la angustia, el desasosiego y el estrés a vivir y gozar de la paz que surge del corazón; de ahí el saludo constante de Jesús resucitado: “Paz con ustedes” (Jn. 20,19.21.26). Pasamos del resentimiento, la violencia, la agresión, de la intransigencia y la conflictividad a vivir brindando la mano a todos y, sobre todo el corazón. Por eso, decía san Juan Pablo II: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”.

Pasamos del rencor y la desconfianza, del odio y la antipatía a vivir en paz y gozar de la paz que surge de los más profundo del alma. Y, lógicamente, cuando se hace presente la fe hecha reconciliación, la paz no viene sola, viene de la mano de la alegría, por eso los discípulos, al ver a Jesús resucitado, nos dice el evangelio que “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn. 20,20). No fue de una alegría cualquiera, fruto de las risas externas, sino de una alegría que surge allí de donde surge la paz: de lo más profundo del alma.

Es la alegría que se confunde con la felicidad tan querida por nuestro Dios para cada uno de nosotros. Cuando la alegría no está presente en nosotros, es señal de que no estamos gozando de la paz que surge de la fe hecha reconciliación ya que la alegría es el signo de la fe auténtica, pues la alegría es la primera y última palabra del Evangelio.

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