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Rosario Murillo
Humberto Belli

La abominable ley del transfuguismo

No puede haber un diputado decente si está inhibido de seguir la voz de su conciencia a la hora de votar. La primera virtud de un legislador debe ser la integridad. Y esta requiere independencia de criterio; votar de acuerdo con lo que íntimamente considera que es justo o verdadero. A un diputado no se le puede exigir que siga los dictados del partido antes que los de su conciencia. No se le pude exigir que renuncie a ser pensante, característica distintiva del ser humano, y a convertirse en robot. Pero esto es, precisamente, lo que busca imponerse en Nicaragua con las leyes que penan el llamado “transfuguismo político”.

Todo comenzó en junio del 2013, cuando la diputada del FSLN, Xóchilt Ocampo, fue despojada de su escaño tras haberse abstenido de apoyar la ley que entregaba la soberanía de Nicaragua al empresario chino Wang Jing. Fue un acto escandalosamente ilegal pues no existía ley alguna que prohibiera la disensión de los diputados. El orteguismo se movió entonces a cambiar la ley “a posteriori”, como acostumbra, y reformó la Constitución. Desde entonces, “los funcionarios electos que se cambien de opción electoral en el ejercicio de sus cargos, perderán su condición de electos, debiendo asumir el escaño su suplente”. ¿Su objetivo?: precisamente que los diputados no se atreviesen a votar en forma distinta al voto de su bancada. Un voto o abstención, como el de Xóchilt, podría  fácilmente interpretarse por los sometidos tribunales como cambio de opción electoral y ¡listo!, a la calle.

Hoy el remedio para algunos es que se “mejore” la ley, como quiere la OEA, de forma que se tolere cierto margen de disidencia. Pero esto no resolverá el problema de fondo: la completa subordinación de los diputados nicaragüenses a los caudillos de los partidos y, en consecuencia, la ausencia de una verdadera democracia representativa.

Detrás del intento de castigar el transfuguismo subyace una filosofía política reñida con la ética y la democracia: el concepto de que el diputado, o su escaño, pertenece al partido en que fue electo. Es Antiético, porque nada de lo que coercione la conciencia del diputado es legítimo. Winston Churchill, el gran líder político inglés, electo por los conservadores a principios del siglo pasado, se cambió de bancada de un día a otro por considerar que su partido estaba equivocado. Y conservó su escaño.

Es antidemocrático, porque el diputado se debe en primer lugar a las bases ciudadanas que lo eligieron para que representara sus intereses. En Estados Unidos los representantes demócratas o republicanos son totalmente libres de rechazar las mociones legislativas de su presidente o de su partido. Subordinar los diputados al partido, que a su vez suelen estar en manos de caudillos o grupitos de poder, es atentar contra la esencial independencia del poder legislativo.

El problema, claro está, es que en Nicaragua todo el sistema representativo está pervertido o desnaturalizado; los diputados son electos por los jefes del partido a través de la ley del dedazo. Luego no son electos directamente por el pueblo, sino que  van en planchas que obligan a los electores a votar por todos ellos o por la plancha del rival. Los diputados no se eligen uninominalmente ni representan, de verdad, a sectores o zonas del país.

Es preciso cambiar todo esto. Tener diputados que sean propuestos y electos por el pueblo, y a quienes solo el pueblo, a través de sus votos, pueda quitar. Todo lo demás es travestismo de democracia; un circo, una farsa cara, repugnante y vergonzosa.

El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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