Un sistema de gobierno, como la democracia republicana, no puede arraigar ni perdurar en una nación a menos que amplio sector de su población, y, en particular, sus élites más influyentes, crean en sus principios y articulen alrededor de ellos un amplio acuerdo. Y ese es el problema: en Nicaragua seguimos siendo la misma sociedad fracturada desde nuestra independencia, donde ni la clase política ni sus élites, ni su pueblo, han terminado de abrazar el ideal democrático, que es el único que podría darnos estabilidad y paz duraderas.
El ideal democrático no ha penetrado ni en la conciencia de las masas —muy ocupadas con el angustioso día y día— ni en el de las élites. Peor aún, hay importantes sectores del país, poderosos y bien ubicados, que no creen en la democracia y más bien buscan destruirla.
Si uno realiza una encuesta para averiguar el grado de apoyo a la democracia probablemente encontrará muchísimos adeptos. Resultado engañoso, pues pocos conocen lo que implica y hay otros que, aunque la adversen, les gusta presentarse como sus abanderados. Pregúntele a Maduro si es demócrata y le dirá que sí. Igual contestarán Raúl Castro y a Ortega. Si se les reclama por su menosprecio a las elecciones libres y a la independencia de poderes, probablemente dirán que esas son características de las democracias “burguesas”; que las de ellos son verdaderas democracias revolucionarias, participativas, etc.
La verdad es que la democracia no es un concepto ambiguo o misterioso. La democracia, la que admiramos en países como Costa Rica, Estados Unidos o Alemania, tiene exigencias bien identificables: 1. Que todos los ciudadanos, incluyendo las autoridades, deben estar sujetas a la ley, y que todos son iguales ante ella. 2. Que los gobernantes han de ser electos periódicamente en comicios libres y competitivos. 3. Que los derechos y libertades de sus ciudadanos —entre ellas, de conciencia, expresión y asociación— son inalienables o irrenunciables. 4. Que el poder reside en el pueblo quien lo ejerce a través de sus representantes libremente electos. 5. Que el poder se ejerce a través de tres ramas independientes: la legislativa, la ejecutiva y la judicial.
Desde esta óptica, ni Ortega, ni el FSLN, el partido más grande del país, son democráticos. Tampoco lo son nuestras universidades públicas, lo cual es muy preocupante por cuando incuban los futuros cuadros profesionales. Cuando murió Fidel Castro el CNU sacó sendos comunicados glorificando su memoria; precisamente del hombre que no soltó el mando absoluto durante cincuenta años y aplastó las libertades públicas.
Un auténtico demócrata jamás podrá admirar a un tirano. No puede ser demócrata quien niega al pueblo su derecho de escoger sus representantes en elecciones libres y competitivas. No pueden ser demócratas quienes se consideran por encima de la ley o concentran todo el poder en sus manos. Un auténtico demócrata tampoco puede ser complaciente ni solidario con quienes, desde el poder, pisotean las libertades e infringen los principios democráticos, cuya raíz última está en el reconocimiento de la irrenunciable dignidad de la persona humana.
Urge luchar contra este déficit de verdaderos demócratas. Esto requerirá, además de la constante lucha en las arenas cívicas y políticas, un amplio esfuerzo educativo: encontrar las formas en que, a través de la difusión de sus logros y principios, la genuina democracia sea conocida y amada por cada vez más nicaragüenses; que se convierta en asignatura en todos los colegios y que cada empresario la difunda en sus centros de trabajo. Las tiranías se derriban aumentando el número de los amantes de la libertad.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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