Como periodista tengo la obligación de informarme lo mejor posible de lo que ocurre en nuestro país desde la nota roja hasta las componendas de los políticos.
Miles de mis compatriotas hacen lo mismo y posiblemente nos está ocurriendo un inesperado proceso de insensibilización ante hechos que ocurren a diario y que terminan convirtiéndose en una rutina hasta el punto que los actos terroristas o los crímenes atroces y hechos de violencia en nuestro país no permean en los sentimientos y valores que nos inculcaron nuestros padres.
Por ejemplo, recuerdo el asesinato de una joven en Estelí a manos de su novio que la sepultó en su propia casa, con una especie de complicidad de su madre de tratar de ocultar el hecho aun sabiendo que compartía su hogar con un cadáver.
Más recientemente la noticia del adolescente de Ciudad Sandino que mató a su madre y a su padrastro desmembrándolos y luego trató de incinerarlos.
O la mujer quemada viva en un recóndito lugar cuyo caso fue seguido casi con morbo, como una novela de terror en las pantallas televisivas.
Los femicidios de La Fuente o la costa del lago, donde el primer caso, el victimario fue ahorcado por su exsuegro y excuñado y en el segundo luego de sepultar a su expareja se emborrachó y luego se ahorcó en la rama de un árbol.
Los recientes crímenes atroces en la Costa Caribe de una adolescente y su madre a manos de un chavalo que tranquilamente declaró que “lo hecho, hecho está”, o el de Quilalí donde cinco salvajes drogados y borrachos violaron y asesinaron a la madre y a su niño de apenas siete años.
No hay espacio para seguir relatando hechos espeluznantes, y aterradores que llenan los noticieros televisivos y los diarios de nota roja, pero obliga a preguntarnos qué está ocurriendo con nuestra sociedad, tradicionalmente exaltada por sus valores cristianos, solidaridad, respeto, honestidad y otras virtudes legadas por nuestros padres y abuelos.
Lo que sí no tenemos duda es que tantos hechos de violencia que inundan nuestros medios los han convertido en una rutina casi perversa que termina haciéndonos insensibles ante el dolor y la tragedia.
No es posible entender que en un país donde se afirma vivir bonito, cristiano, en paz y dirigido por un gobierno que proclama el bien común, los valores elementales del ser humano se están degradando y se ha perdido el más importante de ellos como es el derecho a la vida.
Nos estamos volviendo insensibles también ante la tragedia que viven miles de ancianos a quienes se les está privando de sus medicinas, mientras se construyen lujosos edificios y condominios casi deshabitados, con el dinero de los cotizantes y jubilados.
Insensibles ante los testimonios de familiares de personas que fallecen atentos a una cita médica por lo menos para obtener analgésicos genéricos o bien de pacientes que esperan largas horas en los hospitales, o clínicas para ser diagnosticados en cinco minutos porque el médico tiene que cumplir con su cuota diaria.
O peor aun, ya ni siquiera prestamos atención al proceso de una nueva farsa electoral donde con fondos de los contribuyentes se financian partidos huérfanos de clientela política y abundantes de nefastos intereses.
Pareciera que no solo nos estamos volviendo insensibles sino algo peor, nos estamos inmunizando ante los acontecimientos que se desarrollan a diario y solo observamos estoicamente como avanza el enfermo hacia la sala de cuidados intensivos esperando que el suero lo mantenga con vida o recibir la noticia fatal.
El autor es abogado y periodista