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Anticipar la transición (2)

Recuperar el proceso de construcción de una estabilidad democrática, iniciado en 1990, puede parecer una apelación ingenua, frente a la situación actual y las manifestaciones de perpetuidad de la familia gobernante, pero no es así

Al terminar el artículo anterior, y a propósito de que todo gobierno autoritario termina, y ante la catástrofe humana y económica con la cual está acabando Venezuela, nos preguntábamos qué hacer para evitar que Ortega termine en una transición catastrófica, como Zelaya a principios del siglo XX y Somoza en la agonía del mismo.

A mediados de los años setenta del siglo pasado había la misma sensación de estabilidad y seguridad que ahora: la economía crecía vigorosamente, y lo había hecho así durante un cuarto de siglo. Los fundamentos de esa estabilidad eran relativamente semejantes a los actuales, pero igual, había un sistema de partido hegemónico, con partidos colaboracionistas, se excluía a la oposición política, y terminamos en una revolución y posterior guerra civil.

Lo fundamental, para evitar una transición catastrófica de un régimen autoritario a uno democrático, es que todos los actores nacionales e internacionales que tienen incidencia en el proceso nicaragüense, incluyendo el propio gobierno y los sectores que lo apoyan, eviten esa falsa sensación que la estabilidad y seguridad autoritaria son eternas.

Resultará difícil, a los actores presentes, pensar que la estabilidad actual es efímera. Pero bastaría que se pongan en los zapatos de sus padres y abuelos a mediados de esos años setenta, para entender que la misma sensación de estabilidad tenían ellos.

Desde luego, una cosa es conocer qué hacer para evitar lo peor, y otra es hacerlo. Aquí entran los incentivos, disuasivos unos, positivos otros. La combinación de incentivos ayudará a que los actores se anticipen a una transición fuera de control.

El mes pasado trascendió una grabación secreta de una reunión de oficiales de las fuerzas armadas venezolanas, discutiendo si escalaban militarmente la represión a las protestas. Un general expresó preocupación de “que el día podría llegar en que cualquiera de ellos terminara en prisión”.

Esa preocupación, un incentivo disuasivo, es consistente con la calificación que el secretario general de la OEA y organizaciones internacionales de derechos humanos, han hecho de los crímenes de lesa humanidad —de jurisdicción universal e imprescriptibles—  que se estarían cometiendo en Venezuela. El general venezolano que manifestó preocupación, seguramente tenía en mente los casos de dictadores y represores que han terminado juzgados por la Corte Penal Internacional, que justo en estos días está reclamando a uno de los hijos del dictador Gadafi de Libia.

No es deseable que nuestras fuerzas armadas y de policía, las primeras verdaderamente institucionales y profesionales de nuestra historia, terminen como guardia pretoriana, con sus consecuencias. Eso es lo primero que debe evitarse, pues como tantas veces ha señalado su fundador y primer jefe, el general ® Humberto Ortega, la institucionalidad y profesionalidad del Ejército y Policía son una conquista histórica.

En segundo lugar, debe recuperarse la independencia del sistema judicial. No es deseable, y estamos a tiempo de evitarlo, terminar con una Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), o la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih), y con altos funcionarios y dirigentes presos, o perseguidos judicialmente a nivel internacional.

En tercer lugar, estrechamente asociado al punto anterior, no es deseable que la corrupción —metastasizada con el lavado de dinero, crimen organizado y otras figuras delincuenciales de carácter transnacional— abra espacio institucional, social y territorial a las redes delincuenciales y se termine sindicando internacionalmente a nuestros dirigentes políticos, empresariales, militares y policiales, como está ocurriendo en otros países.

Para evitarlo, debemos recuperar la independencia, autonomía y profesionalidad de los órganos de supervisión y control, la Contraloría General de la República y otros, pero también la independencia y profesionalismo del poder judicial.

Todos esos escenarios tendrían consecuencias económicas desastrosas para empresas, de todo tamaño y con independencia de filiación política de sus dueños, y para la población.

Si ya veníamos creciendo económicamente tanto como ahora, y teníamos iguales o mayores niveles de seguridad, y lo hacíamos en democracia, ¿por qué pagar el riesgo de una transición catastrófica?

Recuperar el proceso de construcción de una estabilidad democrática, iniciado en 1990, puede parecer una apelación ingenua, frente a la situación actual y las manifestaciones de perpetuidad de la familia gobernante, pero no es así y eso lo veremos en el próximo artículo de esta serie Anticipar la Transición.

El autor fue candidato a la vicepresidencia de Nicaragua.

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