En el mes de julio se habla mucho de revolución, en Nicaragua y otros países. El 11 de julio, los miembros de los partidos liberales nicaragüenses conmemoran la revolución liberal de 1893. Y el 19, los sandinistas de todas las corrientes celebran la revolución sandinista de 1979.
Fuera de Nicaragua, el 4 de julio se conmemora la Revolución Americana de 1776 y el 14 del mismo mes Francia festeja la Gran Revolución Francesa de 1789.
El célebre revolucionario comunista alemán, Carlos Marx, sentenció que “las revoluciones son las locomotoras de la historia”, y el ruso Vladímir Ilich Lenin, que en todo lo copiaba, expresó que “el mundo se mueve gracias a las revoluciones”. Lo que no dijo ninguno de los dos es que las locomotoras se descarrilan, arrastran a todos los vagones del tren y causan terribles desastres, humanos y materiales.
Pero los excesos de las revoluciones siempre han sido justificados por los revolucionarios y los intelectuales que los defienden, con el argumento de que solo así se puede construir una nueva sociedad, un nuevo hombre y un paraíso de felicidad en la tierra. De modo figurado dicen que para cocinar tortilla de huevos hay que romper los huevos.
Pero, ¿cuántos huevos se han roto para hacer la tortilla de la felicidad?, se pregunta el filósofo francés Nicolás Grimaldi. Él mismo responde que se sacrifica a la gente no para salvarla, sino “por y para un sueño, para una quimera”.
Los revolucionarios pueden ser sinceros en sus pretensiones y promesas de cambiar el país y el mundo. Pero casi siempre las revoluciones agravan los problemas viejos y crean otros peores. En Nicaragua lo bueno que hizo la revolución liberal se pudo haber conseguido sin el aplastamiento de los adversarios, mediante la evolución que promovían los gobernantes conservadores de aquella época. Además, el precio que cobró la revolución liberal fue muy alto: imposición de la dictadura y el caudillismo, fin de la alternabilidad en el poder y corrupción crónica.
La revolución sandinista también hizo —o trató de hacer— cosas buenas, como por ejemplo la alfabetización y la reforma agraria, aunque sesgadas por el sectarismo político y la ideología excluyente. Pero lo peor fue que los líderes revolucionarios incumplieron los compromisos democráticos que contrajeron antes de tomar el poder, después atentaron contra la propiedad privada y destruyeron la economía, anularon las conquistas sociales anteriores, instauraron una dictadura peor que la somocista y terminaron con un espeluznante saqueo de los bienes del Estado y de muchas personas particulares.
Lo cierto es que son muy pocas las revoluciones que implantaron y garantizaron la libertad, crearon instituciones democráticas e impulsaron el progreso económico y social. Uno de esos pocos casos, hay que reconocerlo, fue la Revolución Americana de 1776, la cual, como dice el escritor y docente argentino Carlos Manfroni, desde que triunfó construyó un país de abajo hacia arriba, con un poder ejecutivo dividido en decenas de agencias autónomas, un poder legislativo cuyos miembros son elegido en distritos uninominales y responden directamente a sus electores, una justicia independiente, organizaciones de la sociedad civil que vigilan celosamente al poder del que por naturaleza desconfían, y una impecable libertad de prensa.