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Róger Miranda Gómez

El oficio más importante

Se ha dicho, con razón, que el oficio más importante en una democracia, es el oficio de ciudadano. Y, ciertamente lo es, porque ningún otro tiene como esencia la elevada responsabilidad de posibilitar con su voto los relevos pacíficos de gobierno y, con el pago de sus impuestos, el funcionamiento del Estado.

Se trata de una función que, compartida igualitariamente con sus congéneres, le hace copartícipe del corpus político jurídico   en que reside la soberanía nacional y, con ello, legítimo cogestor del bien común. ¿Acaso existe otro oficio cuyo contenido implique ejercer tan edificante y honrosa responsabilidad?

Dada la trascendencia de este título, conviene reflexionar sobre el significado y alcance que tiene ser un ciudadano en nuestros días, comenzando por recordar que es fruto de las luchas populares contra los absolutismos de todas las épocas, para que sea la ley —no el capricho de un solo individuo, o partido— el fundamento del orden social en justicia y libertad.

En su origen y evolución, el concepto de ciudadano está indisolublemente ligado a sus luchas por establecer y robustecer un sistema de convivencia humana, cuya columna vertebral es la paz fundada en la justicia, la libertad y la democracia. Estos valores cardinales constituyen la fuente de energía moral e intelectual de quienes con su quehacer político, teórico y práctico, han contribuido, y contribuyen, a configurar su desempeño en concordancia con cada nuevo requerimiento de la historia.

Es precisamente de esta energía creadora que emerge y se perfecciona la democracia moderna, concebida no sólo como un entorno que proscribe la violencia de individuos o grupos que pretenden imponer su voluntad por la fuerza y el engaño, sino por ser la única opción política que hace del respeto a la ley el eje central del Estado de Derecho, en cuyo marco se desarrolla una sociedad de hombres y mujeres libres. Por eso ayer y hoy, a quienes comparten esta meta se les identifica como políticos en el verdadero sentido de esta palabra, ya que hacen del diálogo auténtico y la concertación el instrumento eficaz para lograr objetivos de bien común. Dicho de otra manera, políticos de visión y acción estratégica, entendido este vocablo como bien público de valor permanente para construir y conservar la paz. Esto, a su vez, se sustenta en la reiterada constatación histórica de que el único gobierno que puede desarrollarse en paz, es el que surge del consentimiento de los gobernados, mediante elecciones libres y honestas.

La noción de ciudadano, como es sabido, se origina en las Ciudades-Estados de la antigua Grecia y se perfila luego con mayor claridad en las instituciones de la República Romana, que resalta Cicerón. Desde entonces, venciendo todos los obstáculos, cobra cada vez más fuerza y avanza indetenible en nuestros días, blandiendo sus postulados clásicos como inamovibles,  el rechazo del absolutismo bajo cualquier forma que se arrope, y la reafirmación de que sólo el pueblo —entendido como unión en igualdad de todos los ciudadanos— es fuente del poder legítimo.

Si bien es cierto, como lo señala Ortega y Gasset, que la libertad se nos presenta en el Occidente contemporáneo con parecido familiar a la romana, no omite señalar un rasgo peculiar que la distingue. En el primer caso, dice, la libertad ha cargado siempre la mano en poner límites al poder público e impedir que invada totalmente la esfera privada de la persona. En cambio la libertad de la República romana “se preocupa más de asegurar que no mande una persona individual, sino la ley hecha en común por los ciudadanos. Esto es lo que representaban para Cicerón las instituciones republicanas tradicionales de Roma, y a vivir dentro de ellas lo llamaba libertas”. (Ver Ortega y Gasset: Del Imperio Romano, pagina 125. Revista de Occidente, cuarta edición, Madrid 1963).

Es este apego, pues, a lo que prescribe la Ley lo que hace de la democracia en nuestros días el hábitat natural de la libertad, jurídicamente protegida. Esto nos permite remarcar que el verdadero problema en la mayoría de nuestros países no es la falta de legislación sobre temas relevantes para la convivencia pacífica, pues contamos con buenas leyes. El asunto radica en hacer que se cumplan. Y ello sólo es posible desarrollando y fortaleciendo, con educación cívica y cultural, la conciencia sobre el significado e importancia de ser ciudadanos. Cuando se da esta toma de conciencia es que los pueblos sienten ascender desde sus raíces con la urgencia de toda primavera, como dice Ortega y Gasset, la necesidad de acabar con el nocivo vicio de suplantar la voluntad del pueblo soberano, exhibido en la arrogante como ridícula frase del rey Luis XIV de Francia, “El Estado soy yo”.

Es contra esta aberración político-jurídica que surge la revolución fundacional de la República, y del ciudadano como sujeto protagonista de su existencia en la historia. De modo que, cada vez que la figura del rey absolutista quiere ser revivida —incluso disfrazado con casaca de soldado de la República— el pueblo descubre el engaño, y reanuda la lucha hasta hacer que prevalezcan la Constitución y las leyes.

Tal como ocurre actualmente en las calles y plazas de Venezuela, de lo cual son testigos todos los pueblos del mundo.

El autor es abogado y periodista.

Opinión ciudadano democracia archivo

COMENTARIOS

  1. el carolingio
    Hace 7 años

    Las Constituciones Politicas de cada pueblo, deberían ser sagradas para cada uno de esos pueblos y ser respetadas con un sublime sentimiento por todos de que alli en cada palabra, en cada párrafo y su concepto esta plasmado su compromiso a cumplirla y hacerla cumplir aunque cueste la vida. En Venezuela la mataron como si nada y en Nicaragua la han violado no solo ahora sino siempre que un tirano ocupa la silla presidencial.

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