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Joaquín Roy

Atentado anunciado en Barcelona

Nos lo habíamos preguntado con anterioridad. Lo temíamos, sin confesarlo adecuadamente. Vivíamos un sueño de paz y estabilidad, solamente roto por las controversias acerca de los planes independentistas y la lenta recuperación económica, que todavía encadenada a numerosos ciudadanos en los lindes de la pobreza. Barcelona valía la pena.

Hay muchos posibles escenarios en el mundo para perpetrar crímenes similares. Pero son un puñado los lugares que verdaderamente merecen la categoría de emblemáticos que atraigan la ambición de criminales impelidos por notoriedad.

Algunas ciudades del viejo continente han estado en la memoria de viajeros contumaces, turistas esporádicos, y empresarios. París, Roma, Londres, Berlín, Lisboa, Atenas: capitales que siempre han capturado un lugar especial en el templo europeo. Barcelona había ocupado ese lugar mágico. Le había llegado su hora trágica.

Hace apenas unas décadas, la capital catalana era una ciudad de paso, adonde los turistas solamente acudían como excepción a sus estadías en la Costa Brava para ir a las corridas de toros o visitar la Sagrada Familia en construcción. Los Juegos Olímpicos de 1992 trocaron esta carencia de fascinación.

La apertura hacia el mar cambió todo. Los museos y sus colecciones variadas atrajeron la atención universal. La arquitectura reveló que no todo se reducía a la obra de Gaudí. El diseño urbano, con la clásica cuadrícula de calles amplias, invitaba al paseo en un clima agradable todo el año.
Mientras España escalaba peldaños en atracción del turismo (solamente superada por Estados Unidos y Francia), superando el número de visitantes al de habitantes, Barcelona se fue convirtiendo en un imán que atrapaba a sectores diversos. Las convenciones profesionales se multiplicaban. Los visitantes dejaban de ser exclusivos de la temporada veraniega. Todo el año era primavera.

Los empresarios locales y compañías multinacionales respondían a la demanda con aumento de la oferta de hoteles. Los ciudadanos nativos aguzaban su ingenio con la conversión de sus apartamentos en establecimientos hoteleros. Las líneas de cruceros convertían a Barcelona en el segundo destino en Europa y el quinto del mundo.

Barcelona, como gran parte del litoral español, se beneficiaba de la comparativa paz que se disfrutaba. Mientras el terrorismo se cebaba en Turquía, Egipto, Túnez, y toda la ribera mediterránea, España se presentaba como la excepción, dejando atrás el mortífero ataque del 2004 en Madrid, donde perecieron más de doscientos viajeros de trenes de cercanías.

La geografía europea presentaba un pespunteado de ataques criminales: Berlín, Bruselas, Niza, París, Estocolmo, Estambul. Ningún lugar era respetado. Los métodos se habían tornado más creativos: las bombas tradicionales se combinaban con los disparos de metralletas y pistolas. Surgió un arma diferente: se atropellaba malsanamente a transeúntes desprevenidos.

En Barcelona se eligió uno de los lugares más emblemáticos: la Rambla. Resto de un arroyo, que rastrea su origen a la antigüedad, su cauce cegado quedó reconvertido en suave avenida, compuesta por un paseo central y dos aceras laterales. Todo discurre de norte a sur, desde la central Plaça de Catalunya.

Una broma alega que los transeúntes se dividen por sus movimientos. Los locales van de izquierda a derecha, según sus programas de compras o negocios (ocultando su también dependencia de vagabundeo). En contraste, los visitantes foráneos van de norte a sur, hasta el puerto en el monumento a Colón, y vuelta hacia la Plaza Catalunya.

En cualquier caso, muchos (residentes y turistas), procuran cumplir con una costumbre ancestral: tomar agua de la fuente de Canaletes, a pocos metros de la Plaça de Catalunya. La leyenda dice que el visitante que bebe de esa fuente queda marcado para volver e incluso para quedarse a vivir en Barcelona. Pocos son los foráneos que al saber de esa costumbre no cumplen con el ritual.

Los asesinos no se pararon en Canaletes. Curiosamente, combinaron los itinerarios de visitantes y locales, efectuaron unos movimientos en “s” para atrapar a más víctimas. Luego ni siquiera se molestaron en dar un vistazo al Mercat de Sant Josep, conocido como la Boquería, ni tampoco dieron un vistazo a sus frutas y quesos. Pero frenaron ahí, encima de un mosaico de Miró, y vislumbraron el edificio del Teatre del Liceu, templo de la ópera, de fama mundial. Prefirieron seguir el modelo del asesino anarquista que en 1893 lanzó una bomba hacia los asientos de la alta burguesía barcelonesa Se acrecentaba así una serie de matanzas que desembocaron en la Guerra Civil de 1936-39.

Esperemos que este cruel asesinato no sea preludio de una época de Barcelona tan gris como la del franquismo. En puridad es lo que los asesinos radicales quieren: que haya un reflejo autoritario en la ciudadanía, respaldada por gobiernos pusilánimes y sectores reaccionarios. No va a ser fácil y depende de todos nosotros que se refuerce la bien ganada fama de Barcelona como ciudad abierta y democrática, bilingüe y global, española, europea y catalana.

El autor es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
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