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Xavier Argüello Hurtado

Roberto Incer B. y la creación de un Estado moderno

En octubre de 1958, el presidente del Banco Nacional, León Debayle, envió una carta al rector de la Universidad de León, Mariano Fiallos Gil, solicitándole una lista de estudiantes recién graduados de la Facultad de Derecho, “de reconocida responsabilidad y calidad académica”, que pudieran seguir estudios de Economía a nivel de posgrado en Estados Unidos y convertirse en los cuadros técnicos de un futuro Banco Central.

Un joven boaqueño, “sin conexiones políticas, ni familiares”, de nombre Roberto Incer Barquero, fue uno de los escogidos.

Así empieza la Autobiografía, publicada recientemente bajo el patrocinio del Banpro, del que sería el segundo presidente del Banco Central de Nicaragua y, después de la revolución, economista del FMI y el Banco Mundial por 16 años.

La niñez del autor transcurrió en el seno de una familia en la que, sin ser “hacendados, ni comerciantes, negocios propios de las familias pudientes de los departamentos”, existía el firme propósito de dar “una educación de calidad” a los hijos.

Después vino el traslado a Managua. La primaria en el Colegio Rubén Darío y la secundaria en el Instituto Pedagógico de La Salle, donde se educaban “los hijos de la clase media alta y baja de Managua”.

Con el entusiasmo de un enamorado de sus estudios, Incer describe los cursos en la Escuela de Posgrado de Yale, que le dieron una base sólida para su futuro trabajo en el Banco Central.

El grueso del libro describe las batallas políticas de Francisco Laínez y, a partir de 1967, de Roberto Incer, su sucesor como presidente del Banco Central, para modernizar las finanzas públicas.

Las “reformas tributarias”, necesarias para cubrir los frecuentes déficits fiscales, que fueron siempre recibidas con fuertes críticas por los medios de prensa opositores, y rechazadas por el capital como impuestos “atroces e injustos”, a pesar que “la tasa de tributación en Nicaragua era una de las más bajas del continente; existían muchos impuestos con tarifa anticuada, de forma que el costo de recaudación era mayor que las sumas recaudadas; y el sistema se prestaba a grandes evasiones”.

Los esfuerzos por establecer “un tipo de cambio fijo”, que se mantuvo inalterable desde 1963, a pesar de la oposición en los círculos políticos oficiales adversos al banco.

El establecimiento de “la libertad de cambio en forma absoluta”. La “eliminación de las devaluaciones”, que no se volvieron a dar hasta 1978, ya cuando la guerra civil entraba en su recta final.

Durante la presidencia de Laínez y Roberto Incer se racionalizó el crédito algodonero, lo que causó una “gran grita en el gremio algodonero pues retiraba de la producción a gran número de ellos”.

Se continuó el programa de becas, en una época que los becarios nicas regresaban al país debido a “la prosperidad de la economía y la gran aceptabilidad de los graduados en el extranjero”.

El prologuista Mario J. Flores, señala que, “a pesar del shock de los precios del petróleo y el terremoto de 1972 (y la contracción de la actividad algodonera), Nicaragua tuvo entre 1961 y 1977 una tasa de crecimiento promedio del 6.4 por ciento, la más alta de América Latina, las reservas internacionales aumentaron más de diez veces, las Exportaciones de Bienes, sin incluir la zona franca, pasaron de US$68.4 a US$638.8 millones y el Producto Interno Bruto per cápita aumento de US$197 a US$753.32”.

Había confianza en el país.

Como indica Incer, “una vez que se normalizaron las actividades bancarias (después del terremoto), los depósitos de los bancos subieron a niveles sin precedentes debido a las indemnizaciones pagadas por las compañías de seguros extranjeras. El empresario nicaragüense prefería repatriar esos dólares y depositarlos en Nicaragua, donde los bancos estaban pagando tasas de interés superiores a las tasas internacionales”.

¡Cuánta diferencia con los momentos actuales! Cuando no existe un Estado derecho que promueve la confianza, como hoy en día, el gran capital mantiene los dólares en Miami y en lo que único que se ve su dinero es en mansiones amuralladas.

A pesar de la situación relativamente próspera después del terremoto, Anastasio Somoza estaba políticamente liquidado. Su figura era repugnante, local e internacionalmente, sobre todo ante de la perspectiva de un cuarto Somoza, que ya salía del huevo, asomando la cabeza bajo un casco de la EEBI.

Sin Somoza no hubiera habido revolución.
¿Por qué no renunció antes que todo estuviera perdido, como por ejemplo después del infarto, que le ofreció la oportunidad de una salida digna? ¿Orgullo, miedo a su hijo, influencia de la amante, temor a la misma Guardia Nacional? Esas son preguntas que lamentablemente Incer no se plantea, a pesar de su cercanía con el dictador.

Los tres defectos de los Somoza: Enriquecerse en base a la gestión gubernamental; usar el Estado como algo suyo (la confusión Estado-partido), y el afán de perpetuarse en el poder, fueron la causa final de su caída.

Pero claramente otorgaron siempre independencia política a los técnicos encargados de manejar la economía, dentro de un régimen de economía de mercado y propiedad privada.

El autor es escritor.

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