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Problemas y retos de la democracia

Restablecer el verdadero sentido de la democracia y el Estado de Derecho, tanto ante un poder que no solo pulveriza los valores, sino que además pretende hacer creer que actúa en nombre de ellos, como ante un sistema cuyo funcionamiento la degrada y devalúa, es un desafío ineludible de la política, la ética y la filosofía en el presente.

Uno de los problemas fundamentales que afecta la vida política y social es el atropello a la democracia. La crisis que se deriva de esa circunstancia se refiere principalmente al hecho del incumplimiento, por parte del poder, de las normas establecidas como condición necesaria para su funcionamiento.

Es evidente que la democracia entra en crisis cuando el poder pasa por encima de la ley y no se subordina a ella; cuando no se observa la separación e independencia de los poderes del Estado, ni la supremacía de la Constitución, ni la jerarquía de la norma jurídica; cuando no se realizan elecciones libres y transparentes, ni se respeta la voluntad ciudadana que se expresa en el voto, desnaturalizando el principio de representación.

Por eso, cuando el poder se ejerce al margen de la ley y en contra de ella, violentándola o manipulándola, haciendo prevalecer el despotismo o la astucia, o ambas a la vez, se destruye la democracia y en su nombre se gobierna imponiendo la voluntad  del gobernante, transformando los abusos en usos, y, en no pocos casos, tratando de hacer aparecer las decisiones autocráticas que impone, como formas de la idea y práctica de la democracia.

Lo anterior caracteriza una situación en la que hay una intención deliberada de eliminar la democracia, aunque se la invoque constantemente para tratar de justificar bajo su nombre, los atropellos orientados a destruirla. Una práctica semejante la utiliza como pretexto para justificar la consolidación de la figura del caudillo y, en consecuencia, del caudillismo como práctica política y forma de ejercer el poder.

Es cierto que una situación como la descrita, conlleva la intención de destruirla mediante la consolidación de un poder absoluto; también lo es, y esta es una forma diferente de afectarla, que una práctica inadecuada de la misma puede llevar a su deterioro progresivo y hasta su destrucción, aunque, eventualmente, no exista una intención deliberada de producir un resultado semejante.

Esto puede ocurrir a causa del debilitamiento de algunas de las que deben ser sus categorías fundamentales, las que, debido a su uso inapropiado, debilitan hasta el extremo el concepto y ejercicio de la democracia como sistema político, y más que eso, como “sistema de valores”, tal como la califica el filósofo español José Luis Aranguren.

El centro de este problema, considerado a nivel general, es posiblemente la crisis de la teoría y práctica de la representación, que es el núcleo de la democracia moderna.

La representación es la forma jurídicamente más afirmada de participación. Es la idea de la participación democrática considerada a través de la representación, es decir, por medio de las personas elegidas por la sociedad para ejercer la función pública.

El binomio representación-participación, nace referido al voto que ejerce el ciudadano en los diferentes procesos electorales. Relacionado a este aspecto esencial, hay otro punto de vista no menos importante, imprescindible diría, para la existencia de un sistema democrático, que es el tema del poder.

El poder solo se justifica si es ejercido de acuerdo con la ley por delegación de la voluntad colectiva de la comunidad, fuente de la soberanía, para mantener vigentes las reglas de convivencia convenidas en el acuerdo social. Si esto no es así, el poder es un exceso y un abuso y carece, por lo tanto, de legitimidad.

La democracia en medio de sus imperfecciones, es el sistema político por excelencia. No obstante, ha debido enfrentar sus propias limitaciones en lo que concierne no solo a los abusos de poder que la niegan aunque la invoquen falsamente, sino además, en el funcionamiento mismo de ella, entendida como sistema.

Por una parte, ha debido enfrentar sus propias contradicciones internas entre la política y la economía, el Estado y el mercado, a la vez que, por otra parte, se ha venido produciendo un creciente y saludable movimiento de participación ciudadana, que reclama para sí el derecho a ejercer control en la función pública y social, ejercida, principalmente, a través del sistema de representación política.

Otro aspecto, opuesto al de la contradicción Estado-mercado y que afecta el concepto y práctica de la democracia, es la relación entre ambos a través de la cual configuran una sólida y omnipotente unidad, en la que la práctica política y los valores y principios de la democracia, quedan subordinados a los intereses económicos y financieros.

En un verdadero sistema democrático, Estado y mercado no deben ser términos contradictorios y excluyentes, ni solo unificados para satisfacer sus propios intereses utilitarios, sino factores complementarios de una misma realidad, subordinados ambos a los principios y valores de la democracia. Pero en verdad, más allá de la forma de relación entre la economía y la política, la fractura de fondo que disgrega en forma altamente peligrosa la estructura moral de la democracia en nuestro tiempo, se da entre acción y razón, entre conducta y ética.

Los hechos no obedecen a la razón ni a la moral y ante esto no existe aún una nueva propuesta conceptual y ética que permita superar esa situación. Los medios se han transformado en fines y actúan en forma arbitraria sin un principio ordenador y de justificación racional.

El pensamiento está, en cierta forma, al margen de una situación en donde el poder actúa por sí y ante sí, sin ningún referente, principio o fin que trascienda sus propios intereses.

En este contexto, caracterizado de una parte, por una integración de intereses utilitarios entre Estado y mercado, y de otra, por una ruptura entre acción y razón, entre la realidad práctica y los fines, valores y objetivos de la democracia, debe analizarse la crisis que afecta a la política en general y tratar de encontrar, o de construir, una racionalidad y una ética, que den respuesta a los problemas de la democracia en el mundo contemporáneo.

La reivindicación del Estado como instrumento de concertación, integración y regulación social debe provenir de un acto consciente y de un acuerdo de voluntades, un contrato social en el que se restablezcan los puntos de referencia y el plano de coincidencias mínimas de la sociedad contemporánea, y no de una demostración de poder que reivindica el derecho de la fuerza, y pretende hacer de la violencia el fundamento de la legalidad y la legitimidad.

Promover la representación y la participación ciudadanas, y fortalecer el mecanismo de partidos políticos a partir de su propia organización y de su funcionamiento interno y externo, son medidas necesarias para el fortalecimiento del sistema democrático.

Restablecer el verdadero sentido de la democracia y el Estado de Derecho, tanto ante un poder que no solo pulveriza los valores, sino que además pretende hacer creer que actúa en nombre de ellos, como ante un sistema cuyo funcionamiento la degrada y devalúa, es un desafío ineludible de la política, la ética y la filosofía en el presente.

El autor es jurista y filósofo nicaragüense.

Columna del día democracia problemas archivo

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