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Joaquín Arechavala, caballos, espantos, leyendas

El coronel Joaquín Arechavala en su yegua La Cordobesa. Le gustaban las buenas bestias, de pura raza árabe, las que mandaba a traer a Andalucía. LA PRENSA/ REPRODUCCIÓN

La verdadera historia de Joaquín Arechavala y su caballo (que era yegua)

Fue la última autoridad española en la colonia. Inmensamente rico. Como jefe militar se paseaba por las calles de León, en la noche, montado en una yegua. Tras su muerte, la gente lo convirtió en espanto y sus descendientes hoy refutan la leyenda

Cerca del kilómetro 73 de la carretera que va de Managua a León, a mano derecha, cerca de donde está una camaronera, hay un camino de tierra que lleva a una hacienda que se llama Los Arcos. Allí hay un río y una enorme casona blanca, con pilares gruesos y arcos, de estilo colonial. En las vigas de esa casa se cree que están escondidas unas espuelas de oro y una albarda forrada con el mismo metal, que eran del dueño original de la propiedad, el coronel español Joaquín de Arechavala y Vílchez, la última autoridad que tuvo la corona española en Nicaragua durante la época de la colonia.

El coronel Arechavala era el jefe de las milicias españolas en León, la capital de la provincia de Nicaragua, cuando se declaró la independencia de Centroamérica de España en septiembre de 1821. La última actuación oficial de Arechavala fue firmar el Acta de los Nublados, un documento que el 28 de septiembre de 1821 emitió la Intendencia de León en reacción al acta de Independencia. Y el nombre del escrito se debió a que, procurando proteger sus intereses económicos, los firmantes indicaron que se independizaban de España “hasta tanto se aclaren los nublados del día”.

Joaquín Arechavala, caballos, espantos, leyendas
El coronel Joaquín Arechavala en su yegua La Cordobesa. Le gustaban las buenas bestias, de pura raza árabe, las que mandaba a traer a Andalucía. LA PRENSA/ REPRODUCCIÓN

Volviendo a la hacienda Los Arcos, que era apenas una de las tantas que Arechavala poseyó en León, en donde dicen que era dueño de todas las tierras aledañas al Cosigüina y que “llegaban hasta el mar”, uno de los empleados actuales, José Mercedes Silva, cuenta que en los años noventa llegaron personas con aparatos especiales para detectar si en los pilares de la casa están o no las espuelas y la albarda de oro. No hallaron nada.

El mismo Silva relata que él nació cerca de Los Arcos, que tiene 41 años de edad y desde hace 10 trabaja en la propiedad. El padre de Silva, de nombre Ramiro, trabajaba también en Los Arcos y cuenta que uno de los mandadores que ha tenido la hacienda, el cabo Luis Acevedo, decía que en la década de los años setenta, por las noches, cuando todos los caballos de la propiedad estaban encerrados, se oía llegar a una bestia haciendo clac, clac, clac. Luego, se bajaba el montador y se oían las espuelas cuando caminaba por el corredor de la casona. Según el cabo Luis, era el espanto del coronel Arechavala que llegaba a cuidar su propiedad.

La casona de la hacienda Los Arcos es de tipo colonial y fue construida por el coronel Joaquín Arechavala. Se supone que el techo del inmueble es el mismo que instaló el coronel español. LA PRENSA/ ÓSCAR NAVARRETE

Un hombre muy rico

La leyenda del Caballo de Arrechavala —que está mal escrito porque es Arechavala, según indican sus descendientes mostrando documentos auténticos—, se comenzó a forjar alrededor del coronel Joaquín Arechavala muchos años después de su muerte, acaecida dos años después de la independencia, el 13 de octubre de 1823, en León. Algunos ubican el surgimiento de esta leyenda en los años finales del siglo XIX, poco antes de los 1900, cuando se practicó bastante el esoterismo.

El historiador leonés Manuel Noguera explica que la leyenda estaría basada sobre dos ejes. Primero, Arechavala era muy rico y las personas comenzaron a decir que, como en los años previos a la independencia había muchas revueltas, los adinerados protegían su dinero enterrándolos en botijas.

Cuando Arechavala se casó por primera vez con Juana de Dios Navia y Sotomayor, ella aportó al patrimonio inicial de la familia la cantidad de dos mil pesos y él entregó 85 mil pesos. Era una época en la que con centavos comía una familia entera un tiempo de comida.

En su testamento, que lo hizo al menos tres veces, Arechavala donó varias casas que tenía en León y varias haciendas que tenía en la zona de Hato Grande. Inclusive, liberó a dos esclavos, a Juana Meléndez y a su hijo Eugenio.

Arechavala le puso su apellido a varios de sus criados o esclavos. Por ejemplo, en su testamento, a su criado José de los Santos Arechavala lo donó al convento de San Francisco. Y a otros, como Antonio Arechavala, les dejó en herencia pequeñas cantidades de dinero.

En sus haciendas, además de criar ganado, Arechavala cultivaba el añil, que era colorante que se exportaba a Europa hasta que se descubrió el colorante sintético. Arechavala construyó acueductos de arcos de mampostería para desviar las aguas de los ríos, regar cañaverales y mover el trapiche para fabricar los pilones de azúcar.

La mayoría de la información sobre Arechavala se conoce porque en 1966 dos descendientes del coronel español, Inés Ibarra de Palma Martínez y Salvador Pérez Grijalba, escribieron un libro que ellos llaman “folleto” para desvirtuar toda la leyenda que se forjó alrededor de su antepasado, a quien consideran que han calumniado a través de la leyenda del Caballo de Arrechavala.

De acuerdo con esa leyenda, como burócrata español, Arechavala se enriqueció con oro, plata y tierras. Supuestamente odiaba a los indígenas, algo que sus familiares niegan alegando que liberó esclavos y les dejó herencias a otros.

También se dice que tenía pacto con el diablo. Aquí el historiador Manuel Noguera explica que hay una contradicción con lo que ocurrió en la vida real del personaje. En la iglesia San Sebastián de León, una capilla nueva porque la original fue destruida en la guerra de 1979, hay al menos tres estatuas del santo que fueron elaboradas con técnicas de la escuela sevillana, en las que se denota un gran dramatismo. Fueron donadas por Arechavala. Y también un retablo de madera que estaba en el altar de la primera iglesia en la que se aprecia a un ángel sacándole unas flechas al mártir cristiano San Sebastián.

En 1815, el obispo Nicolás García Jerez, también gobernador de León, se propuso edificar el templo de la Recolección y el principal financiador de la obra fue Arechavala. El coronel español y el obispo García eran grandes amigos. Arechavala ayudó a que las calles de la ciudad fueran empedradas y también apoyó la construcción del puente de Guadalupe, explica el historiador Noguera.

En su testamento, Arechavala lo primero que hace es encomendar su alma a “Dios nuestro Señor”. Pide que cuando fallezca sea vestido con los hábitos de San Francisco y sea sepultado en la iglesia de la Recolección o en la Catedral de León. Hasta la fecha sus familiares no están seguros en cuál de esas iglesias está enterrado su antepasado.

Según sus descendientes, todo el capital de Arechavala fue distribuido entre sus hijos y nietos legítimos. “No dejó oculto ni botijas ni entierros. Toda esa leyenda de aparecidos y entierros es producto de la fantasía popular”, escribieron Inés Ibarra y Salvador Pérez.

Pintura del Caballo de Arrechavala que se encuentra en el Museo Arechavala de la ciudad de León. Es obra de Leonel Uriarte, con técnica monotipia. LA PRENSA/ ÓSCAR NAVARRETE

Una figura imponente

La segunda razón por la cual el historiador Noguera considera que la figura de Arechavala fue convertida en un espanto es porque, como jefe militar español, en un momento de gran convulsión en la que había revueltas en contra de la colonia, el mismo Arechavala recorría las calles de León montado sobre su animal favorito, una yegua blanca llamada La Cordobesa. Eran días en que solo los españoles podían montar caballos y Arechavala se veía imponente en su bestia. A Arechavala le gustaba montar caballos de raza pura que mandaba a traer de Andalucía.

“Esa imagen de Arechavala impactó en la mentalidad de la gente, que aún después de muerto lo seguían viendo”, explica Noguera.

Según el historiador, la leyenda habría comenzado cuando ya existía la Nicaragua republicana, en la que todos odiaban el recuerdo de la colonia española.

De acuerdo con Ibarra y Pérez, “la figura hidalga y caballeresca del que durante 30 años fuera jefe de las milicias reales, que diariamente recorría las calles empedradas de León colonial en su cabalgadura blanca, luciendo con gallardía y prestancia los arreos y uniformes flamantes, dejaron honda huella en los pacíficos moradores, y la reciedumbre de su personalidad y espíritu se proyectaron a través del tiempo, de tal manera que han pasado (en 1966) 143 años de su muerte y se publican leyendas pintorescas, inverosímiles y absurdas. Se le atribuyen poderes extraordinarios, sobrenaturales, tales como dominar al diablo y hundirlo en un pozo”, señalan.

Según la leyenda, Arechavala recorre en su caballo de noche las calles de León, especialmente la conocida como Calle Real, hoy Rubén Darío. Supuestamente Arechavala anda penando para cuidar sus tesoros y golpea con un látigo a los hombres trasnochadores, principalmente a los borrachos. La leyenda de Arechavala está equiparada a otros espantos de León, como la Carreta Nahua, el Cadejo, la Llorona, la Mocuana y otros que se exhiben en el Museo Arechavala de esa ciudad.

La leyenda de Arechavala fue inmortalizada, para pesar de sus familiares, en una de las canciones de Carlos Mejía Godoy, La Tula Cuecho. Para graficar cuán terrible era la mujer con la lengua, Mejía Godoy escribió: “Todos le tiemblan a la tal Tula, por Cristo, no es exageración, hasta el caballo de Arrechavala dicen que un día se le corrió”.

A la izquierda está el retablo de San Sebastián que el coronel Arechavala mandó a hacer, supuestamente a Guatemala y que regaló a la iglesia San Sebastián de León. También aparece el Señor atado a la columna, otro regalo de Arechavala. LA PRENSA/ ÓSCAR NAVARRETE

Enviado del rey de España

La vida de Arechavala está contada en el libro de sus descendientes, Inés Ibarra de Palma Martínez y Salvador Pérez Grijalba.
Salvador Pérez Grijalba viajó a España para conocer más de cerca el origen de su antepasado. Joaquín Arechavala nació en Madrid en 1728. Sus padres fueron José Antonio de Arechavala y Ambrosia de Vílchez.

El rey Carlos de España lo mandó como militar a Perú y luego a León, Nicaragua. En 1791 el mismo rey le confirió el grado de coronel.

Además de jefe militar de las fuerzas españolas, Arechavala también fue alcalde mayor de León.

Uno de los momentos más críticos que vivió fue en 1811, cuando los indígenas de León, bajo el liderazgo del padre Miguelena, realizaron un movimiento independentista. El intendente de León era un anciano llamado José Salvador, a quien consideraban inepto.
Los indígenas no solo pidieron la renuncia de Arechavala sino que lo apresaron y lo tenían bajo el cuido de guardias.

De acuerdo con los familiares de Arechavala, como fracasaran los movimientos independentistas y triunfaran hasta 1821, Arechavala se mantuvo en su puesto y fue muy respetado, a tal grado que cuando se hizo efectiva la independencia, Arechavala continuó en su vida privada sin ser perseguido o encarcelado, hasta su muerte en León en 1823.

Inés Ibarra de Palma Martínez, descendiente de Arechavala, quien escribió un libro para rescatar la figura histórica de su antepasado. LA PRENSA/ REPRODUCCIÓN

En la casona ya no ven a Arechavala

En la casona que está en la hacienda Los Arcos, hace mucho tiempo que ya no ven o escuchan a Arechavala.

El mandador de la hacienda ahora es Serapio de Jesús Peña Duarte, quien tiene 66 años de edad y llegó a Los Arcos en 1993.

Peña Duarte indica que en esos años noventa la casa pasó a manos de una familia de apellido Blandón, quienes llevaron a un sacerdote para que bendijera el inmueble, porque dijeron que en esa casa asustaban.

La casa, en la época de los Somoza, había sido ocupada por la familia Belli. Después del triunfo de los sandinistas la casa cambió de dueños.

Ahora que la casa ha sido bendecida, nunca más se ha escuchado que Arechavala merodea el inmueble. “Yo me levanto a toda hora y nunca he visto nada”, dice Serapio Peña.

El apellido

Si nos atenemos a lo que dicen los actuales descendientes del coronel Joaquín Arechavala, en Nicaragua no debería de existir ese apellido.

Con su esposa Juana de Dios Navia y Sotomayor, Arechavala tuvo cinco hijas y un hijo que se llamó Sebastián pero murió cuando tenía 12 años de edad.

Las cinco hijas se llamaron Joaquina, Tomasa, Bibiana, Micaela e Inés. De todas ellas, solo Inés se casó y tuvo hijos. Las otras cuatro se quedaron solteras y no tuvieron descendencia.

Inés Arechavala se casó con Tomás de Grijalba. Por lo tanto, según la descendencia del coronel, los Grijalba son los verdaderos descendientes de Arechavala.

Viudo, Arechavala se casó por segunda vez con Baleria García, pero en su testamento él afirmó que no había tenido hijos con ella.

En Nicaragua el apellido Arrechavala existe, pero los descendientes del militar español alegan que en realidad esos serían los descendientes de los criados, quienes recibieron el apellido de Arechavala, que luego, erróneamente, en algunos se ha transformado en Arrechavala.

Salvador Pérez Grijalba, descendiente de Arechavala, viajó a España para indagar sobre los orígenes del coronel español. LA PRENSA/ REPRODUCCIÓN

Las nuevas generaciones no se molestan

Uno de los descendientes del coronel español Joaquín Arechavala, Juan Francisco Delgadillo López, explica que antes los familiares del coronel español se molestaban con todo lo que la gente inventaba con la leyenda del “Caballo de Arrechavala”, pero ahora es distinto, porque las nuevas generaciones ya no le ponen mucha mente a la historia ficticia.

Según Delgadillo López, sus familiares han tratado de desvirtuar la leyenda porque incurre en calumnias sobre lo que realmente fue el coronel Arechavala, un personaje importante en la historia de Nicaragua.

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