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Dios

Luis Sánchez S.

Un amigo lector de esta columna me pidió —o más bien me retó a— que escribiera sobre Dios. ¿Y por qué no, le dije? El tema es interesante, importante y apasionante.

Se dice que la existencia de Dios es inexplicable, que creer en Dios es una cuestión de fe. “El hombre que comprendiese a Dios sería otro Dios”, dijo Chateaubriand (Francisco Renato, 1768-1848). “La manera más fácil de probar que Dios existe, es tratando de probar que no existe”, aseguró el pensador nicaragüense Edmundo Solórzano Díaz (1898-1972), algunas de cuyas máximas publicó LA PRENSA el domingo 7 de marzo corriente.

Por su parte Paulo Coelho asegura que “de nada sirve pedir explicaciones sobre Dios. Nadie conseguirá jamás probar que Dios existe o que no existe. Ciertas cosas en la vida fueron hechas para ser experimentadas, nunca para ser explicadas. El amor es una de estas cosas. Dios, que es amor, es otra de ellas…”

Dios, dice el diccionario (RAE), es el “nombre sagrado del Supremo Ser, Criador del Universo, que lo conserva y rige por su providencia”. Y es también “cualquiera de las deidades a que dan o han dado culto las diversas religiones…”

Los griegos y romanos antiguos, por ejemplo, tenían doce dioses mayores: Zeus o Júpiter; Apolo o Febo; Ares o Marte; Hermes o Mercurio; Hefesto o Vulcano; Hestia o Vesta; Hera o Juno; Deméter o Ceres; Artemisa o Diana; Afrodita o Venus; Atenea o Minerva; y Poseidón o Neptuno. Y además rendían culto a una multitud de dioses secundarios o menores, así como semidioses o héroes que eran los seres —varón o hembra— nacidos del amor entre Dios y mortal.

Por cierto que esa misma diversidad de dioses hacía que los griegos y los romanos fuesen tolerantes en asuntos de creencias y cultos religiosos. Los griegos inclusive construyeron en Atenas un gran templo dedicado a Agnostos Theos (Dios desconocido).

Cuenta la historia bíblica que cuando Pablo llegó a Atenas fue llevado al Aerópago (lugar, en la colina de Ares, donde se reunía la gente notable) para que explicara su misteriosa fe en un solo Dios. En el camino vio aquella inscripción y la usó para persuadir a los atenienses de que ese “Dios desconocido” en el que ellos creían, era precisamente el Dios que él, Pablo, andaba predicando. Y allí mismo se convirtieron muchos atenienses, entre ellos Dionisio (el Aeropagita), quien habría de ser el primer obispo de Atenas y mártir griego de la fe cristiana.

Acerca de que la gente necesita imperiosamente creer, Napoleón Bonaparte (1769-1821) observó que “hay en los pueblos un sentimiento interior y profundo, una necesidad que los arrastra al reconocimiento de un Dios, sea el que fuere”. Seguramente Napoleón, lo mismo que Chateaubriand, tenían en cuenta la célebre frase que el gran enciclopedista Voltaire (Francisco María Arouet, 1694-1778), escribió en su Epístola al autor del Libro Los Tres Impostores: “Si Dios no existiera habría que inventarlo”.

Pero los comunistas franceses que tomaron sangrientamente el poder en París en 1870 (La Comuna de París), escribieron en las paredes de las casas parisinas la leyenda deicida: “Si Dios existiera habría que fusilarlo”.

Como se sabe, los faraones egipcios y los césares romanos se creían dioses. Cuéntase que estando enfermo un emperador romano llegó a verlo su médico, quien le preguntó: —¿Cómo se siente, majestad? Y el emperador, que sentía a la muerte acercarse, gimió: —Muy mal, porque ya me estoy sintiendo Dios.

Aún hoy es fácil encontrar personas —y no sólo políticos gobernantes— endiosadas, de esas que el pueblo dice, sarcásticamente: “¡Se creen la divina garza…!”

Editorial
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