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Justicia

Luis Sánchez [email protected]

El 2 de junio de este año escribí en esta misma columna sobre Némesis, la diosa griega de la venganza. Ahora, por las circunstancias de todos conocidas, creo oportuno hacerlo sobre la justicia.

Los antiguos romanos comenzaron a rendir culto a la diosa Justicia al final de la época republicana y comienzos del imperio. Se conoce que a principios de la era cristiana en Roma había una magnífica estatua de Iustitia Augusta (Augusta Justicia), y su efigie estaba impresa en las monedas en curso durante los reinados de los emperadores Marco Nerva (30-98 después de Cristo), y Adriano (76-138 d.C.).

Pero ya un par de siglos antes, el insigne poeta romano Virgilio (Publio Marón, 70-19 antes de Cristo), identificaba a Justicia con la diosa griega Astrea (también llamada Astralia), la que dio su nombre a los astros o estrellas, hija de Zeus y de Temis. Aunque según otra versión Astrea era hija de Astreo y de la Aurora.

En algunos relatos mitológicos se identifica a Astrea con Niké —hija de Palas y de Estix—, que era la diosa de la Victoria y a la que se adoraba en la Acrópolis, en Atenas. (Una estatua antigua de Niké, sin cabeza, llamada Victoria de Samotracia, se conserva en el Museo del Louvre, en París).

Según la mitología griega hubo una época tan remota que se pierde en el humo de los tiempos pasados, en que los dioses vivían en la Tierra, entre los humanos. Pero cuando éstos comenzaron a multiplicarse las deidades decidieron irse a morar al Olimpo, y sólo Astrea quiso quedarse en la Tierra para enseñar a los humanos las virtudes de la honradez, la responsabilidad y el respeto de cada uno a los derechos de los demás. A esa época se le conoció como la Edad de Oro, cuando la gente tenía todo lo que necesitaba y deseaba, y las personas se respetaban y amaban entre ellas mismas. De manera que no había en el mundo de los mortales violencia ni delitos de ninguna clase.

Pero la riqueza fácil, la abundancia, la falta de esfuerzos para procurarse lo necesario, y el ocio, pervirtieron a la sociedad humana. La gente se hizo mala, aparecieron los vicios, la envidia, los celos, las intrigas, las conjuras, los delitos y la violencia. Y entonces Astrea decepcionada y horrorizada, emigró hacia los más lejanos cielos donde se transformó en la constelación que ahora se conoce como Virgo.

Otro gran poeta romano de la antigüedad, Horacio (Quinto Flaco, 65-8 a.C.) presentó a Astrea como compañera de Fides (la diosa romana de la buena fe, protectora de los acuerdos y compromisos privados o públicos, sobre la que escribí una columna el 26 de septiembre de este año) y de Pudicia, diosa del pudor a cuyo templo no podían entrar las mujeres que eran casadas en segundas nupcias y la que era personificada como una hermosa joven alada, de aspecto modesto y púdicamente cubierta con un velo, cuyo atributo era la flor de lis, el símbolo de la pureza.

San Agustín escribió en La Ciudad de Dios que: “Sin la justicia, ¿qué son los reinos sino una partida de salteadores?” ¿Pero es que el santo de Hipona con su clarividencia habría visto lo que los políticos harían con la justicia en Nicaragua? ¿O es que Astrea, decepcionada de tanta injusticia, nos abandonó para siempre a nuestra mala suerte?

Sin embargo no hay que olvidar la máxima de Federico Balart: “Si existe Dios, existe la justicia”.

Editorial
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