La violencia doméstica se ha convertido en una de las mayores preocupaciones para autoridades policiales, judiciales, movimientos de mujeres y legisladores, ya que la cantidad de mujeres que pierden la vida o son maltratadas por su cónyuge o algún familiar aumenta cada día. A pesar de leyes que castigan severamente este delito, de las campañas promovidas por organizaciones femeninas, esta ola de violencia no parece detenerse.
Son diversas las opiniones sobre las causas que generan este tipo de delito, cuyas víctimas somos en la mayoría de los casos las mujeres y nuestros hijos, ya que muy raramente el agresor es mujer. Algunos dirán, quizás, que es el resultado de una situación socioeconómica, ya que son muchos los hogares nicaragüenses donde conviven varias familias al no tener la posibilidad o el acceso a otra vivienda y es el hacinamiento generador de violencia y de otros delitos como las violaciones y abusos sexuales.
Religiosos de diferentes iglesias concuerdan y manifiestan que la violencia es el resultado de la pérdida de fe y que nos alejamos cada día de Dios, lo que provoca la división familiar; otros opinarán que la droga, el alcohol e incluso los celos son el dispositivo principal.
Sea cuales fueran las causas, la Policía y Ministerio Público se encuentran manos atadas cuando la persona violentada decide no denunciar a su agresor o como ocurre comúnmente, lo perdona, lo que extingue la acción penal. La pregunta es por qué una mujer decide hacer esto, a sabiendas de que es su vida y la de sus hijos la que corre peligro. Se conocen dos razones: la dependencia económica y la emocional, siendo esta la que preocupa más a los estudiosos por ser quizás la más peligrosa.
Sea cuales fueran las razones, todas las mujeres estamos expuestas o hemos sufrido en carne propia el maltrato y la violencia, ya sea proveniente del padre, esposo, hermanos, incluso los hijos. No importa cuál sea nuestro nivel cultural o social, ya que al agresor es lo que menos le interesa.
Pero también se manifiesta otra razón menos perceptible a mi juicio, pero igual o más dañina que las anteriores y lo digo porque lo he experimentado: la presión a la que es sometida la mujer por parte de familiares, vecinos y demás que no ven nunca con buenos ojos que una esposa, hermana, hija, denuncie a su agresor, más bien se reprueba la conducta de la mujer, victimizando en la mayoría de los casos al victimario.
Pero lo que me sorprende es que la mayoría de personas que reprueban esta situación sean precisamente mujeres, que si es un hermano la madre empieza a suplicar por él diciendo que no puede ser posible que una hermana le haga esto a su propio hermano, convirtiéndose en una “Caína” y la retahíla dura horas, días… Es más, le dicen a uno: ¨Tu hermano no te perdonará nunca”.
Está también la madre que aconseja a su hija a soportar a su marido y que mientras él más la maltrate, mejor debe ella de atenderlo porque así mismo la educaron a ella, que esta es la razón por la cual los matrimonios son más duraderos y estables. ¿Y los vecinos? Válgame Dios, no se hacen esperar con expresiones de disgustos y murmuraciones cuando uno pasa frente a su casa. Eso sí, cuando la mujer es asesinada, todas y todos lloran, todos van al velorio y entierro, pero igual, aunque sepan donde se oculta el agresor, no se atreven a denunciarlo, convirtiéndose en cómplice de una atroz asesinato.
Esto nos lleva a reflexionar que quizás la solución está en nosotras mismas, porque nadie nos podrá ayudar si no nos apoyamos nosotras. Es tiempo ya que dejemos de criticarnos y catalogarnos entre nosotras, que cambiemos nuestro pensamiento y nos libremos de tantos prejuicios y estigmas antropológicos. Nuestra actitud debe cambiar frente a otra mujer y logremos convencernos y sentirnos orgullosos de ser valiosas, merecedoras de dar amor y recibirlo. Que seamos capaces de felicitar a una mujer porque es linda, porque es inteligente o porque simplemente tuvo la valentía de denunciar a su agresor.
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