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Delincuencia e impunidad

El presidente de la Comisión de Derechos Humanos y la Paz, de la Asamblea Nacional, diputado Nelson Hurtado (FSLN), informó el martes de esta semana que dicha comisión legislativa está preparando una ley de amnistía a favor de los integrantes de las bandas armadas que operan en la zona nororiental del país, particularmente en el llamado “triángulo minero” (Siuna, Rosita y Bonanza) de Nicaragua.

Según el diputado sandinista que encabeza la comisión legislativa que “vela” por los derechos humanos y la paz de los nicaragüenses, las autoridades militares y policiales no deberían combatir a las bandas de malhechores armados que siembran el terror en el Triángulo Minero, porque si lo hace “el escenario de guerra se trasladaría a otros departamentos del país”, y propone que a cambio se favorezca a los delincuentes con una amnistía general.

La amnistía, como se sabe, es una palabra de origen griego que significa amnesia, olvido, pérdida de la memoria. En su sentido jurídico la amnistía implica borrar de los expedientes los delitos, procesos y sentencias, como si nunca hubieran existido. E implica también la suspensión de las penas ya aplicadas o pendientes de aplicar a quienes cometieron delitos que son considerados como políticos, o delitos comunes relacionados con hechos políticos, por considerar la justicia, el legislador o el gobernante, que fueron hechos circunstanciales, no premeditados, y que tampoco fueron producto de la maldad humana como es el caso de los crímenes estrictamente comunes.

Por ejemplo, fue en ese sentido que se decretó en Nicaragua, al final del régimen sandinista y comienzo de la era democrática, en 1990, una amnistía general para todas las personas que participaron en la guerra civil de los años 80 y cometieron, durante ella, delitos tipificados penalmente pero relacionados con el conflicto armado. Después hubo otras amnistías, para favorecer a quienes se realzaron en armas por distintas razones, así como indultos para personas involucradas en crímenes propiamente comunes, pero terminaron convirtiéndose en una práctica politiquera para favorecer la impunidad de delincuentes que tratan de justificarse con supuestas razones políticas y sociales.

En realidad, la amnistía no cabe para los miembros de las bandas armadas que operan en la zona del “triángulo minero” y que supuestamente son “remanentes” del Frente Unido Andrés Castro (FUAC), una agrupación armada irregular que integraron antiguos militares sandinistas. Miembros de esas bandas fueron, precisamente, los que secuestraron el año pasado al técnico minero canadiense Manley Guarducci; liquidaron después, el 16 de marzo de este año, al mismo ex jefe supremo del FUAC, Camilo Turcios; asesinaron recientemente, de manera atroz, a 11 miembros de una familia, al parecer por pugnas relacionadas con el reparto del botín que producen sus fechorías; estuvieron involucradas en el caso del helicóptero mexicano que fue secuestrado por narcotraficantes; y ahora, según las autoridades policiales, se han convertido o se están convirtiendo en una especie de narcoguerrilla, como la colombiana, en conexión con mafias mexicanas y al parecer con auspicio de alguna gente poderosa de Nicaragua.

Estamos claros de que la criminalidad y la violencia social son un problema muy complejo cuya solución no depende sólo de acciones policiales y militares. El aumento de la delincuencia de diversos tipos es una consecuencia directa e inmediata de la extrema pobreza, y también es alentada indirectamente por la situación de inestabilidad institucional, inseguridad jurídica, retardación y negación de justicia, autoritarismo político, corrupción gubernamental y deterioro de los valores cívicos y morales de la población.

Pero lo peor que se podría hacer es decretar una amnistía para los malhechores del triángulo minero, que no sólo dejaría impunes sus incontables crímenes y daños sino que también alentaría a toda la delincuencia del país. Lo que se debe hacer es combatir implacablemente a la delincuencia de todo tipo, sin perjuicio de que se debe fortalecer también la lucha contra la pobreza y por la transparencia gubernamental.

La primera obligación del Gobierno es garantizar la seguridad pública, defender a los ciudadanos honrados de los delincuentes y los inadaptados sociales. Un gobierno (incluyendo a los legisladores) incapaz de cumplir con su obligación primordial de proteger la vida, la propiedad, el trabajo y la tranquilidad de las personas, no merece ni siquiera el respeto de la sociedad.

Editorial
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