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¿Se acuerda Dr. Argüello Poessy?

JORGE SALAVERRY

El 10 de abril del presente año recibí una inesperada llamada telefónica del Dr. Guillermo Argüello Poessy, Presidente del Consejo Superior de la Contraloría General de la República. Me comunicó que deseaba hacerme entrega personal del Anteproyecto de Ley de Probidad de los Servidores Públicos, elaborado por la institución que él preside y hecho público ese día por la mañana. Esa misma tarde a las 5 p.m. recibí su visita en mi casa de habitación. Pensé que me entregaría el Anteproyecto, y que después de una breve conversación de cortesía se retiraría. No fue así. Se quedó por espacio de tres horas.

En ese tiempo, el Dr. Argüello habló de muchas cosas: de las bondades del Anteproyecto, de su prestigio profesional, de sus años en el exilio, etcétera, etcétera. Pero rápidamente descubrí que el propósito real de su visita era tratar de convencerme de que en la investigación de los “checazos” él actuaría con total independencia y profesionalismo. Le hice ver que tenía muy serias dudas al respecto. (Quince días antes yo había escrito que no creía que la Contraloría llegara al fondo de ese asunto).

Para confirmarle lo que pensaba dije: “¿Sabe usted cuál es mi segundo nombre?” “No”, me respondió. “Es Tomás, doctor”. Comprendiendo lo que quise decir expresó: “¿Hasta no ver no creer?” “Así es, doctor. Hasta no ver no creer”. Lo cierto es que mi incredulidad no era gratuita. Estaba basada en sus propias palabras; aquéllas que pocos días después de asumir el cargo de Presidente de la Contraloría pronunció para advertir que su misión sería la de “reducir la percepción de corrupción”. No decía que combatiría la corrupción, sino la percepción de ella. De inmediato concluí que el Doctor Argüello Poessy no tenía ni el calibre ni la talla para cumplir con el trabajo que demanda la función de Contralor.

El tiempo me dio la razón. La conclusión y el fallo de la Contraloría en el asunto de los “checazos” son una burla para el pueblo. Pero no se podía esperar otra cosa. Cuando los pactistas libero-sandinistas destruyeron la Contraloría anterior y crearon una nueva institución colegiada, lo hicieron con el firme propósito de ejercer un control partidario sobre la misma. El control mayoritario, obviamente, lo tiene el Partido Liberal, léase, el Presidente Arnoldo Alemán. El siguiente paso era llenar los nuevos cargos con gente sumisa, dócil y manejable. Y así se hizo. El resto es historia.

Dentro de tanta podredumbre, sin embargo, nos queda una hermosa lección: es el gran valor que tiene la libertad de prensa para combatir la corrupción. A veces siento que no apreciamos esa libertad en su justa dimensión. Sin ella, el Diario LA PRENSA no hubiese podido informar al pueblo nicaragüense de lo que estaba sucediendo, ni acometer la investigación profesional e impecable que hicieron sus periodistas, especialmente, Eduardo Marenco y Jorge Loáisiga Mayorga. Para ellos, mi admiración, respeto y agradecimiento. Iguales sentimientos quiero expresar para Eloísa Ibarra, periodista de El Nuevo Diario. Todos ellos son un ejemplo de profesionalismo, dignidad y valentía que enaltece la noble profesión del periodismo. Estoy seguro de estar expresando el sentir de miles y miles de compatriotas.

A esos periodistas nicaragüenses puede aplicárseles lo mismo que dijo de los norteamericanos Paul Harvey, destacado profesional de la comunicación en Estados Unidos: “Para crédito de los periodistas estadounidenses, debo decir que ellos han hecho más que cualquier agencia del gobierno para exponer la corrupción”. Eso es lo que hicieron Eduardo, Jorge, Eloísa y todos los hombres y mujeres de prensa que investigaron ese caso. Expusieron ante nosotros la cara fea y sucia de la corrupción. Vanos e inútiles, por el contrario, resultaron los esfuerzos de unos cuantos individuos que –inclinados servilmente ante el poder político– quisieron ocultarla.

Ojalá que esta lección nos sirva para apreciar cada vez más la libertad de expresión y para renovar los esfuerzos por lograr una patria digna y próspera para todos. Nicaragua merece la pena.

El autor es miembro del Consejo Editorial de LA PRENSA.
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