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Conflicto de estadísticas

En el mundo contemporáneo existe una gran fascinación con las estadísticas. Queremos medirlo todo con ellas; desde las cosas más triviales hasta las más serias. Nicaragua no se escapa a esa tendencia, aunque, por lo visto, aquí tenemos una marcada preferencia por medir el grado de pobreza de los nicaragüenses. El problema parece ser: ¿quién lo mide mejor?

A principios de esta semana presenciamos una disputa en ese sentido. Por una parte, el Gobierno —-a través del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC)—- reclama tener una capacidad superior sobre cualquier otro grupo involucrado en ese tipo de mediciones, pero por otra, un par de Organizaciones No Gubernamentales —-el Grupo Propositivo para el Cabildeo e Incidencia (GPC), y el Centro de Investigación y Asesoría Socio Económica (CINASE)—- también reclaman lo mismo. Como era de esperarse, los resultados del INEC señalan una mejoría en los índices de pobreza en tanto que los de las ONG mencionadas señalan lo contrario.

¿A quién creerle? Deberíamos de poder creerle al INEC, como sucede en los países desarrollados, donde las estadísticas generadas por las instituciones gubernamentales se toman a valor facial. Pero en nuestro país, donde con frecuencia vemos a los funcionarios públicos manipular las cifras estadísticas para demostrar el éxito de su gestión, la cosa no es tan sencilla. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede negar que hay organizaciones políticas y de la sociedad civil interesadas en presentar una mala imagen del Gobierno.

Pero además de eso, sucede que todos los métodos de medición de la pobreza son altamente deficientes. Hay estadísticas muy fáciles de obtener, como es el caso, por ejemplo, del promedio de bateo de un jugador de béisbol. Basta con dividir el número de hits conectados entre el número de turnos al bate para obtener una figura estadística confiable. No es así con la medición de la pobreza. Aquí la cosa se torna mucho más compleja. Los problemas empiezan desde la selección misma de criterios para determinar quién es pobre y quién no. Son criterios necesariamente subjetivos, por mucho que se insista en presentarlos como objetivos. Por lo general no se toman en cuenta otros posibles ingresos de los encuestados, ni ningún criterio de relatividad. Seguidamente, se presentan problemas de método y de técnica estadística propiamente dicha. Por eso vimos la discusión del Gobierno con las ONG disputando la representatividad del tamaño de la muestra escogida, y así sucesivamente.

Y antes de estos dos últimos intentos de medición del grado de pobreza ha habido un buen número de estudios de otras organizaciones. Se supone que ellos se hacen para saber si la pobreza va en aumento o no, aunque ya hemos visto que es muy difícil tener un cuadro preciso y confiable de ella. Lo que no es cuestionable es el hecho —-fácilmente verificable—- de que hay demasiada pobreza en Nicaragua.

El problema entonces está en qué hacer para combatirla. La mayor parte de las soluciones propuestas no pasan de ser meros paliativos que, en algunos casos, tienden más bien a perpetuarla que a resolverla. Eso sucede porque la solución es vista como un asunto de redistribución de la riqueza y no como un asunto de creación de riqueza. Hay algo que conviene tener presente en todo momento: la pobreza es, fundamentalmente, ausencia de riqueza. Si eso es así, el verdadero problema estriba en qué hacer para crear riqueza; esto es, bienes y servicios. El Gobierno puede contribuir a la solución del problema si: 1) crea un entorno económico estable que favorezca la inversión y el ahorro; 2) no pone trabas de ninguna especie a la economía; 3) proporciona seguridad física y jurídica a los ciudadanos y 4) realiza algunas inversiones sociales cuidadosamante pensadas y evaluadas. Aparte de eso es poco lo que puede hacer. Pero si hiciera lo anterior estaría contribuyendo como se debe a resolver el terrible flagelo que la pobreza significa para demasiados nicaragüenses.   

Editorial
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