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Blanca Campuzano en la cárcel con su hijo y hermano al mismo tiempo.

El asesinato de Santiago Campuzano

El testimonio de la hija del ebanista Santiago Campuzano, quien declaró que el hijo que llevaba en sus entrañas fue engendrado por su propio padre, escandalizó a la sociedad leonesa de mediados de siglo Todas las noches, cuando al amparo de las sombras de las desiertas calles leonesas regresaba a su casa desde el hogar […]

  • El testimonio de la hija del ebanista Santiago Campuzano, quien declaró que el hijo que llevaba en sus entrañas fue engendrado por su propio padre, escandalizó a la sociedad leonesa de mediados de siglo
  • Todas las noches, cuando al amparo de las sombras de las desiertas calles leonesas regresaba a su casa desde el hogar espurio, lo hacía casi arrastrándose, doblegado por las ingentes dosis de alcohol que circulaban por sus venas
  • ¨Una vez lo sorprendí acostado con la niña. Pero en vez de avergonzarse y hacer propósito de enmienda, me agredió a puntapiés¨, declaró la mujer

Anuar Hassan yEmiliano [email protected]

De que Santiago Campuzano era un hombre pulcro hablaba a voz en cuello su alba vestidura. Blanco el pantalón, blanca la camisa, blanquísimos los zapatos. Adonde iba lo hacía siempre de punta en blanco. Por una fácil asociación de ideas la gente pensaba que si la envoltura de aquel hombre era de tan nívea blancura en su alma era seguro encontrar los más puros y prístinos sentimientos.

De hecho, cuando ocurrió lo inesperado, el ejército de sus simpatizantes se levantó en pie de guerra contra quienes se atrevían a poner en duda sus virtudes.

Pero bajémoslo por un momento de su alto pedestal y pongámoslo en un lugar donde pueda codearse con los demás mortales, que a fin de cuentas era uno de ellos.

Santiago Campuzano era un carpintero chinandegano de mediana edad. En honor a la verdad había trascendido el modesto oficio de carpintero para optar al título de maestro, que se da a quienes se destacan en su campo. Santiago Campuzano era, pues, un maestro ebanista en cuyas manos la madera se convertía en legítimas obras de arte.

Gracias a sus dotes como tal, que hacían rebasar los pedidos de su clientela, se había labrado una sólida posición económica.

En pleno centro de León, en los terrenos del desaparecido Parque Infantil donde años más tarde se construyó el edificio del Seguro Social, levantó una casa en la que vivía con su esposa, la también chinandegana Gertrudis Sequeira y su hija Blanquita. Cuando el escándalo de su asesinato estalló como una erupción del cerro Negro su esposa era una jamona aún de buen ver y su hija estaba en la gloriosa plenitud de sus 25 años. La niña estudió en el exclusivo colegio Santa Rosa, de la educadora Teresa Rivas y años más tarde se graduó como educadora.

El maestro Campuzano parecía verse en su hija. Por eso, mientras él estuviera vivo, no sería cualquier hijo de vecina quien se acercara a aspirar la fragancia de aquella dulce flor. En consecuencia, el padre había convertido el hogar en un reducto inexpugnable donde él era el cancerbero encargado de ahuyentar a los osados. El sistema había funcionado tan perfectamente que a su edad Blanquita no había oído nunca una declaración de amor salida de una boca apasionada.

Pero… ¡Blanquita Campuzano estaba embarazada! El misterio fue brutalmente dilucidado a lo largo de sorprendentes declaraciones brindadas en fechas posteriores al 25 de mayo de 1950 cuando el cadáver de Santiago Campuzano, tan atildado y pulcro como siempre, fue encontrado esa mañana en la puerta del zaguán de su casa.

Evidentemente había sido asesinado. Los brutales mazazos que habían hendido su cabeza y las múltiples perforaciones de arma blanca puestas al descubierto al abrirle la camisa, no dejaban lugar a dudas de lo que había ocurrido con el maestro ebanista.

A estas alturas se nos hace imperioso caer en la infidencia. Al parecer, Santiago Campuzano no era lo que aparentaba. Desde hacía muchos años vivía en discreto concubinato con una mujer llamada Cristina Centeno quien habitaba en el otro extremo de la ciudad, en el barrio El Coyolar. Con ella había procreado cuatro hijos y era evidentemente el amor que hacía dichosos sus años otoñales.

Encima de estos detalles, que hubieran bastado para desacreditarlo ante los ojos de sus más fervorosos admiradores, era un dipsómano.

Todas las noches, cuando al amparo de las sombras de las desiertas calles leonesas regresaba a su casa desde el hogar espurio, lo hacía casi arrastrándose, doblegado por las ingentes dosis de alcohol que circulaban por sus venas.

¿Que al fin y al cabo estas aficiones del maestro Campuzano eran peccata minuta, comunes a casi todos los hombres en el mundo entero? Valga.

Pero si le decimos a usted que el fruto que Blanca Campuzano llevaba en sus entrañas era ni más ni menos el producto de la incestuosa relación que con ella mantenía su padre ¿qué podría argumentar?

Si tiene algún punto en su defensa, díganoslo ahora. Talvez podríamos debatirlo en posterior oportunidad, si es que una aberración de tal naturaleza puede ser justificada y defendida.

Esta circunstancia, (el embarazo de Blanca, por supuesto), cambiaba totalmente el panorama que la gente se había formado del interior del hogar de los Campuzano.

La cruda y dolorosa realidad es que aquél era un infierno. Las declaraciones rendidas posteriormente por las dos mujeres se erigieron en el más devastador testimonio de la crueldad y la insania del maestro Campuzano. Su esposa dijo que ambas eran virtualmente prisioneras del hombre, que las maltrataba física y sicológicamente.

La madre dijo que durante 14 años habían soportado la ignominia de convivir bajo el mismo techo con el hombre que abusaba sexualmente de su propia hija desde cuanto ésta tenia once años de edad.

¨Una vez lo sorprendí acostado con la niña. Pero en vez de avergonzarse y hacer propósito de enmienda, me agredió a puntapiés¨, declaró la mujer.

En ambas, madre e hija, unidas ahora por el vínculo del común escarnio del que las hacía víctima su esposo y padre, se fue incubando un sentimiento de venganza o talvez sea más apropiado llamarlo un justo afán de liberación.

Imbuida en esa idea, Gertrudis Campuzano dio los primeros pasos para llevar a término sus propósitos.

Un día de enero del año 1950 se puso en contacto con tres sujetos que al parecer habían sido trabajadores de la carpintería de su esposo para proponerles un pingüe negocio: la eliminación del odiado Campuzano. A cambio, ella les pagaría la suma de un mil córdobas a cada uno (en aquellos años una pequeña fortuna) y una casa igualmente a cada uno de ellos.

Aunque la atractiva oferta fue recibida con beneplácito por los tres hombres, la ejecución del plan tuvo que esperar cuatro meses.  

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