Siempre cuando yo llegaba a LA PRENSA a pedirle a Pablo Antonio la publicación de algunos de mis poemas, que integrarían después mi libro “Poemas para Doña Julia” y me encontraba ocasionalmente con Pedro Joaquín se suscitaba, invariablemente, un diálogo que aquí transcribo, que era algo así como un poema de cariño y de amistad. A la amistad entre Pedro y José. Entre Pedro Joaquín Chamorro y José Cuadra Vega, el esposo de Doña Julia, de Doña Julia, de Doña Julia inmortal, así como también es inmortal el amor de doña Violeta a la memoria de Pedro Joaquín. Sí. De doña Violeta, que fue siempre “mi bienamada doña Julia”, como me dijera un día Pedro, haciendo gala de su buen humor.
Y el diálogo, pues, decía. Y el diálogo dirá siempre así, lleno invariablemente de una entrañable amistad:
– Buenos días, señor don Pedro.
– Buenos días, don Josecito. ¿Cómo está su doña Julia?
– Pues mi doña Julia está bien, señor don Pedro. Y su doña Violeta, ¿cómo está su doña Violeta?
– Pues mi doña Violeta está bien, don Josecito. Mi doña Violeta está bien.
– Mis saludos pues a su doña Violeta, señor don Pedro.
– A pues entonces, don Josecito, salúdeme pues entonces también a su doña Julia.
– Gracias, pues, adiós, pues señor don Pedro.
– Adiós, pues hasta la vista pues, don Josecito.
Y me iba entonces, después de ese diálogo fugaz y entrañable a pedirle a Pablo Antonio un espacio para mis versos que integraría más tarde, como ya dije, mi libro “Poemas para doña Julia”, la-mi-doña-Julia a quien Pedro le mandara sus saludos siempre, pero a quien no habría de conocer jamás.
Ahora, a veinte años después de su cruento martirio, se vuelve a repetir el diálogo, mas ya esta vez en dimensión de eternidad. Adiós pues, señor don Pedro, desde aquí, desde las bombas de mecate que estallaron, certeras y mortales, para vengar tu muerte y hacer triunfar tu causa; adiós desde los indios y las indias valientes y aguerridas de tu amado Monimbó. Adiós desde su sangre-sangre, desde su arrojo heroico de barro y pólvora; adiós desde la esquina de los escombros donde un día, miserables, abatieron y desgarraron tus entrañas que eran, Pedro, las entrañas mismas y sangrantes de tu Novia Amante: Nicaragua.
Desde aquí, Pedro Joaquín, desde allá, desde Dios, desde la clara y radiante Eternidad de Dios, escucho una rara, una rara y conocida voz que dice con extraños, angélicos acentos:
Adiós pues, Don Josecito.
Salúdeme pues a su Doña Julia.
José Cuadra Vega
* Este texto fue publicado originalmente en LA PRENSA del 10 de enero de 1998.