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Juanita Bermúdez a los 15 años. Fotografía de 1958.

Juanita Bermúdez, Masaya y el Colegio de la Asunción

Cuando ocurrió el bautizo de Juana, las diosas indígenas que habitan los cerros de La Barranca, El Coyotepe y Catarina, bajaron flotando entre las brumas que ya doraban los primeros hilos del Sol, y levitando alrededor de la cuna perfumaron a la niña con cinco dones: belleza, inteligencia, optimismo, humanismo y alegría cristalina. Mario Fulvio […]

  • Cuando ocurrió el bautizo de Juana, las diosas indígenas que habitan los cerros de La Barranca, El Coyotepe y Catarina, bajaron flotando entre las brumas que ya doraban los primeros hilos del Sol, y levitando alrededor de la cuna perfumaron a la niña con cinco dones: belleza, inteligencia, optimismo, humanismo y alegría cristalina.

Mario Fulvio Espinosa [email protected]

Once años antes, el matrimonio formado por don Roberto Bermúdez Alegría y doña Ángela Pérez de Bermúdez, había concebido una hija y ya no esperaban más hijos, sin embargo, de pronto entró de sopetón la Juanita, que recibió ese nombre en honor a su abuelita, Juana Tapia de Pérez, fallecida ocho meses antes de venir ella al mundo.

“Mi padre era un hombre muy culto. Le encantaba declamar y hacer de maestro de ceremonias. Lo recuerdo súper adorable. Mi madre era una persona más introvertida, ella era la que castigaba en casa”, dice Juanita.

Dotada de tantas gracias y dones, la niña vivió su primera infancia en el Barrio Loco, uno de los más alegres de Masaya, poblado por gente comunicativa y jacarandosa. “Había un montón de mujeres que bailaban, cantaban, organizaban veladas, pastorelas, generaban mucha vida, jolgorio y entusiasmo”.

“Como mi hermana mayor me superaba once años y la otra era cinco años menor que yo, me crié casi en terrenos de nadie, mimada y querida, al lado de mi prima Sandra Bermúdez, pero también compartieron mis alegrías infantiles en el kinder y primaria la Felipita Cermeño, la Tere Carrión, la Elsy Lacayo, que ya murió, y la Martha Ligia Sánchez”.

Juanita guarda gentiles recuerdos del jardín que cultivaba su mamá, con flores de múltiples colores. “Era una mujer de orden, por eso yo no fui chimbarona ni callejera, tampoco chapoteaba en las avenidas que dejaban los aguaceros. Claro que me moría de ganas por hacerlo, pero en mi casa existía esa disciplina que poco a poco me fui encargando de romper”.

¿Eso indica, quizá, que fue ella la que tuvo más peso en la formación de tu personalidad?

El que influyó más fue mi papá. Me defino como una persona absolutamente extrovertida. Eso creo yo.

Uno de los recuerdos más lindos que tengo es el de una viejecita que vivía frente a mi casa, doña Isabel Jiménez de Delgadillo, era cuñada de Vega Matus. Todos los años hacía un lindo nacimiento, y todo el año pasaba confeccionando los muñecos de barro que pondría en el misterio. El seis de enero los regalaba a los chavalos del barrio. Doña Isabel cuidaba de cambiar de lugar los personajes todos los años. Ponía escenas y misterios diferentes, como los santos eran de gonces ella los vestía diferente todos los días, algunas veces ponía a San José serruchando en un banco de carpintería y a la Virgen bordando, en otra ocasión San José estaba cortando leña y la Virgen lavando a la orilla del río.

Con los Reyes Magos sucedía igual, a diario los movía y los acercaba más al portal, a veces iban en camellos, otras a caballo, ya el 6 de enero concluían su viaje y aparecían en actitud de adoración ante el pesebre. Para nosotros era felicidad estrenar cada día una nueva emoción al visitar el nacimiento de doña Isabel.

LOS APOSTOLES DE LAS NIÑAS GUTIERREZ

A una cuadra de mi casa vivían unas viejitas solteras, las Niñas Gutiérrez, Juana María y Umbelina. Todos los Martes Santos sacaban la procesión de San Pedro con los doce apóstoles que eran muchachos amigos nuestros. Santiago el Mayor era el papel más codiciado, porque el susodicho iba montado a caballo. Recuerdo el curbasá que hacía mi madre, cada fruta era cocinada aparte, entonces, a la hora de servir, aquello era una armonía de colores y olores… Y el punto que le daba ella a esas cosas…

También era un delirio salir de ángel en las procesiones. Una tía mía, soltera, que se llamaba María Félix Tapia, era una gran colaboradora de los salesianos y además patrona de la Virgen Auxiliadora, en esa procesión me sacaban de angelito.

Mi primera comunión la hice un 24 de junio. Tres meses antes mi mamá comenzó a trabajar en los “recuerdos” que repartiría, que eran unas flores de esperma lindísimas. Se les levantaba una tapita y ahí venían los dulces, por supuesto, también se repartió pastel, sandwiches, pudines y otras cosas. El desayuno se sirvió en dos largas mesas ornadas de manteles largos y blancos. Se disparaban cohetes al salir, y al regresar del templo y la casa estaba llena de festones, campanas, gongolonas y granadas blancas que se abrían como abanicos”.

EL COLEGIO DE LA ASUNCION

Juanita fue al kinder de los salesianos y cumplió su primaria (quinto y sexto grado) en el Colegio Santa Teresita. A los 12 años fue enviada al internado del Colegio de la Asunción de Managua.

“Llegaba de un ambiente provinciano y allí mi mundo se abrió, tuve compañeras que venían de los departamentos y con ellas hice múltiples amistades que hasta la vez conservo. Fue en el año 56, el colegio era un edificio elegante y nuevo que quedaba frente al lago de Managua. Era para niñas ricas, pero había un anexo para niñas pobres manejado por Madre Alberta, existía esa terrible diferencia social.

Entré en calidad de interna y con mis compañeras vivíamos urdiendo maldades. Mi mamá me sentenció antes de entrar al colegio. Me advirtió que era un centro demasiado caro y que pagarlo para ellos era un gran sacrificio. En ese tiempo el internado costaba 350 córdobas.

Mi infancia, mi adolescencia y mi juventud estuvieron muy ligadas al Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua. Si observaba buena conducta y obtenía lo que las monjas llamaban “la recompensa” podía ir a Masaya cada quince días. Durante el primer año me porté rebién, tenía todas las distinciones que daba el colegio, pero no era mi naturaleza, yo hacía aquello obligada por la disciplina que me imponía mi mamá, pero ya después de segundo año comencé a ser insolente, a hablar en clases y a urdir malicias.

LAS DELICIAS DE VIAJAR EN FERROCARRIL

Viviendo todavía en Masaya un día me pusieron frenillos en los dientes y tuve que viajar en tren a la capital para que me los revisara el doctor Carlos Icaza.

Mi mamá me mandaba en coche a la estación con una empleada de su mayor confianza, y ella me entregaba a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que eran, el doctor Camilo Jarquín, don Hernaldo Zúñiga Padilla y don Antonio Barquero. Tres jurisconsultos, tres personajes elegantísimos de sacos de casimir oscuro. Yo viajaba con ellos, y ellos conversaban conmigo, me compraban rosquillas y dulces en las cuatro estaciones, Nindirí, Campuzano, El Portillo y Sabana Grande. En Managua mi papá me recogía en la estación y me llevaba a la consulta del doctor Icaza, después a almorzar. Por la tarde, de nuevo a la estación y bajo el cuido de los mismos magistrados regresaba a Masaya, donde ellos me entregaba a María Flores, la doméstica que ya tenía contratado el coche para ir a casa.

Aquel viaje se cumplía con un ritual, me vestían de vuelitos, me hacían colochos, mis zapatos estaban bien enjalbegados de albayalde, venía como una muñeca, con dos rondas de colochos y lazos de cintas en el cabello, igual a la Shirley Temple.

En otras ocasiones viajé con mi papá a Occidente, y para mí aquello era una emoción inolvidable. El paisaje costero del lago, el majestuoso Momotombo y el pequeño Momotombito surgiendo repentinamente desde la fronda. Los pregones de las vendedoras que subían a los vagones. Los deliciosos pescaditos fritos con tortilla caliente, ensalada y café negro que vendían en El Boquerón y Mateare, los quesillo con tiste espumoso de Nagarote y La Paz Centro, donde mi padre me compraba unos platitos y tacitas de barro con los que jugaba a la cocina con mis amiguitas.

No dejo de mencionar el fabuloso viaje en el Tren de los Pueblos, aquella gran variedad de resedas, crisantemos y jaracates de Las Flores y Catarina, el paso a través del oscuro y misterioso túnel y el recorrido sobre las estribaciones de la bella Laguna de Apoyo. Eso era algo divino e inolvidable.

LOS NOVIECITOS DE LA ASUNCION

Entré a la Asunción en el año 56. No se me olvida la primera noche, pues para ese tiempo el tren pasaba a todas horas por el costado norte del colegio, y yo decía: “No voy a dormir durante estos cinco años que voy a pasar aquí”, pero qué va, a la tercera noche ya roncaba… me había acostumbrado.

Ya más grandecitas comenzamos a tener enamorados que iban a espiarnos por las ventanas del colegio, sabían que a cierta hora las internas nos recluíamos en un gran salón que daba al lago, en la parte de atrás. Por supuesto, queríamos asomarnos y mirarlos, pero eso era un delito penadísimo, nos quitaban diez puntos si nos sorprendían haciéndole ojitos a los novios y ya no había recompensa ni viaje a Masaya.


Y vos, Juanita, ¿cuántos enamorados tenías?

Ehh… Un montón… Las alumnas externas nos llevaban cartas y nos traían papelitos de los novios. Si las monjas nos encontraban esos papelitos, ese era otro delito.

Otra cosa linda era copiarse durante los exámenes. Como el uniforme era blanco, en el ruedo uno escribía las fórmulas de química o los problemas resueltos de matemáticas.

Cuando llegaba a Masaya mi madre me decía: “¡Qué horror, qué barbaridad! Vinieron todos los uniformes escritos… ¿De qué te sirven estas notas si todo te lo copiás?”

En el colegio no había profesores (varones), salvo el bachiller Rafael Carrillo que nos enseñaba matemáticas. También teníamos profesoras seglares, como doña Tomasita de Acevedo (la Tommy), mamá Leonor Argüello que enseñaba inglés, había una profesora de taquigrafía, ridícula, fea la pobre, se llamaba Miriam y se las daba de exótica.

Me acuerdo de mi especialísimo primer novio, fue Jorge Foguel Montealegre. Se metió al Frente Sandinista muy joven y recién el triunfo lo asesinaron, él se había hecho un líder de los campesinos. Era hermano de la Amelia Foguel y de María Elsa, ellas me llevaban las cartas de amor.

Después tuve otros novios, pero ya ni me acuerdo. Era un mundo totalmente protegido y garantizado. Sin muchos problemas. La única obligación era estudiar y portarse bien, e infringir esas reglas era un placer.

Recuerdo las clases de francés con una monjita exquisita que se llamaba Madre Carmen del Niño Jesús. Era lo más diplomática que te podés imaginar, te podía decir barbaridades en un tono fino como si te estuviera hablando un ángel. “No coma tanto, mi pequeño buitre”, decía con una dulzura de santa.

Había otra monja que te pellizcaba. Esa sí era temible, se llamaba Madre Ana Marta. Madre Celia Argüello enseñaba pintura. De música llegaba el profesor Santamaría, yo era malísima, desentonada, no tenía oído. Y había clases de piano que daba Madre Carmen del Niño Jesús.

Cuando me gradué entré a trabajar en la Esso de Managua, de secretaria de don Poncho Collado. Ahí me di cuenta de la gran necesidad de hablar inglés, y mi mamá entendió, y me envió a una escuela de la Florida donde aprendí ese idioma.

Regresé a Nicaragua y trabajé en el Banco de América. Después conseguí un puesto en el BID en Washington. Ahí conocí al que iba a ser mi marido. Es un hombre bastante mayor, se llama Eduardo Neira, es arquitecto y es un hombre cultísimo.

Me divorcié hace muchos años, pero tengo una buena amistad con mi ex marido.

Soy de la universidad de la vida. No tengo ningún título universitario, pero sí, la suerte de haber trabajado once años con Sergio Ramírez. Tengo dos hijos: Santiago, es arquitecto y está viviendo en Brasil con su papá, y Claudia, que es periodista.

MUJER EXUBERANTE

Desde hace mucho tiempo el nombre de Juanita Bermúdez está ligado con la vida cultural nicaragüense

Su Galería “Códice” es un templo que acoge a todos los pintores y escritores a fin de promover sus producciones

Lo que aquí presentamos sólo son rasgos de una personalidad polifacética, exuberante y francamente interesante

FELICIDAD INTEGRAL

Juanita es una mujer feliz a tiempo completo, porque la felicidad es un estado anímico que en ella nunca decae y más bien se intensifica con el optimismo que le brindan las realizaciones de su vida.  

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